Miedo: huída, dientes o parálisis. Hacerse el muerto o
seguir hacia delante, atacar, ir de frente. ¿De qué depende la reacción? ¿Es
aprendida?.
Instintos dormidos que se despiertan por una décima de
segundo haciendo que el cuerpo reaccione solo. Todos los sentidos alerta, los
músculos en tensión, más torrente sanguíneo, el corazón late fuerte. Imperceptiblemente
nuestra espina dorsal también se eriza. Correr, huir si el enemigo es más
fuerte y tenemos escapatoria. Atacar si consideramos que el enemigo es más
débil. Quedarse inmóvil y fingir morir si no podemos usar las opciones
anteriores.
Simplemente reaccionamos. El dolor y el placer activan la
misma parte de nuestro cerebro. Pura acción. Una parte ancestral que ha sobrevivido
a siglos de adaptación y quizá es la más adaptativa de todas. Cerebro de
reptil. Ahí está la clara prueba de que somos uno más, no uno por encima.
Curiosamente veo a diario como, pese a todas las alarmas,
pese a esa imperiosa necesidad de huída, muchas veces perseveramos en
permanecer impasibles ante la voz que nos reclama la fuga. Amortiguamos con mil
razonamientos lógicos, lo que sin palabras nos dice ese sentido telúrico
ancestral.
Lomo erizado, orejas alertas. Pero tenemos razones como
losas, que nos anclan al suelo. Que nos lapidan.
Entonces la agresión invisible empieza. Sangre transparente
manando a chorro por venas que ya no vemos. Hemos decidido quedarnos aún
sabiendo que va a doler. Esa es la palabra, decisión. Argumentos parole,
parole, parole.
Mientras, nuestro tótem amordazado, pugna por salir. Se
remueve dentro, lo notamos, pero le cantamos para espantar el mal. Parole.
Ante la inminente caída al abismo, el animal totémico se
libera. Es esa luz resiliente, que persiste en nuestra vida. Entonces corremos,
corremos como alma que lleva el diablo, eso si, dejando un rastro de sangre de
la que nos ocuparemos cuando estemos en un lugar a salvo.
Ya no hay palabras sino estupefacción. Una pregunta
constante ¿por qué?.