Al hilo de las ensoñaciones...

jueves, 30 de agosto de 2018

Las Médulas y la Aletheia. Una pequeña reflexión filosófica sobre Las Médulas.

- Me pregunto qué opinaría sobre esto Heidegger- Dije cuando ya nos íbamos de mirador de Orellán.
- ¿Por qué lo dices?-preguntó C.
- Bueno, ayer estuve leyendo un libro, “Caminos de bosque”, donde hablaba del ser de la obra de arte y para ello comenzaba hablando de la diferencia con los utensilios- Comencé a explicar. Él decía que los utensilios se definen por su fiabilidad. Además, en los utensilios la materia desaparece hasta ser utensilio:

“El utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha, se usa y se gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad” [1]
Esto no sucede en las obras de arte, donde según dice Heidegger, la materia de la obra se hace patente.
“Por el contrario (…) la obra-templo  no permite que desaparezca el material  (…) Todo empieza a destacar desde el momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en la firmeza y flexibilidad de la madera, en la dureza y brillo del metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del sonido, en el poder nominal de la palabra.
Así que, a medio entender a Heidegger y embobada en la contemplación de las Médulas, me puse a pensar qué categoría estética sería ese paisaje terriblemente devastado por el ser humano.
Las médulas son los restos de montes que dejaron los romanos, tras demolerlos por el método del ruina montium (http://museovirtual.csic.es/salas/paisajes/medulas/ruina_med.htm) para extraer el oro. Ahora son un paisaje un tanto peculiar e impactante, entre otras cosas, por los colores rojos de la tierra y el verde brillante intenso de los castaños.
A lo largo del tiempo se calcula que pudieron extraer unos 4500 o 5000 kilos de oro.
Volviendo a Heidegger  la materia en este caso la constituía el ser del paisaje. No desaparecía en su utilidad. No ahora.
C., que es una persona mucho más reposada que yo en sus reflexiones, me preguntó:
- ¿Considerarías que esto es una obra de arte?
- Claramente no, porque el resultado, su belleza, no responde a una primera intención ni a un solo actor. Es un paisaje. Es bello quizá porque los árboles y plantas han ido creando una cicatriz bonita en una herida terrible. Pero si me lo preguntas es porque tu no lo consideras bello, ¿No?.
- Yo no pienso en la belleza, pienso en cómo lograron hacer semejante desastre en este entorno. También pienso en cómo los romanos les cambiaron la vida a las personas que vivían aquí.
En este punto hago un pequeño apunte. Las reflexiones de Celso siempre acaban en la vertiente social, política y más concreta, es decir, tocando tierra. Las mías comienzan a derivar hacia cuestiones cada vez más generales y abstractas, dicho de otro modo, levantando el vuelo.
Me quedé bastante sorprendida, porque lo único en lo que había reparado hasta el momento era en la extraña belleza de ese paisaje, en los colores, en la forma de montañas imposibles y frágiles, me parecían como montañas de encaje.
Celso siguió hablando de que, salvando las distancias, sería similar a lo que harían con nuestra comarca si decidieran hacer la mina de oro que tenían planeada.
Así que inmediatamente enlacé con el artículo de mi amigo David Porcel, que os recomiendo encarecidamente que leáis. https://papiro.unizar.es/ojs/index.php/analisis/article/view/1577
En él insta a un replanteamiento de las reflexiones que se han dado sobre la relación del ser humano y la técnica. Entendiendo que, en dicha reflexión, quizá también fuera necesario no solamente atender como hasta ahora a medios y fines, sino a una ética que comprendiera la capacidad transformadora de la técnica.
Así que, aquella soberbia visión de las Médulas, cobraba nuevas dimensiones por momentos.
Las médulas eran el resultado patentísimo de la acción de la técnica sobre el medio. Según Heidegger en su libro La pregunta por la técnica, se pregunta por el ser de la técnica. Por ello considera que, decir que ésta es un medio para unos fines es insuficiente. Hay que ir a la causa. La técnica –entendida ésta en el sentido tradicional- es un desocultamiento (para Heidegger la verdad es un desvelamiento, un desocultamiento). Me parecía que esas minas eran la metáfora perfecta del desocultamiento del que hablaba Heidegger.
Así que, algo empujada por las reflexiones de Celso y a la luz del artículo de David, reflexioné ya de camino al restaurante sobre dos cuestiones:
-          La primera, cómo la aplicación de una técnica pudo transformar el paisaje y la vida de las personas que habitaban allí. Hasta tal punto, que su mundo fue completamente otro. El “desocultamiento” del que hablaba  Heidegger ahora tenía un sentido nuevo para mí. ¿Qué desocultaba?, la importancia del oro, la insignificancia de la vida humana, lo efímero de nuestra existencia, la propia existencia como un estar arrojados y como un hacerse.
Me acordé de ese capítulo de Los viajes de Guilliver, en el que los hombres trabajaban sin descanso sacando diamantes, ante la mirada estupefacta de los caballos (seres más inteligentes) que no sabían muy bien de dónde procedía ese ansia humana. El oro era poder, poder ¿para? ¿por qué?. En cualquier caso, poder que tiene sentido en un cierto  universo de significados.
-          La segunda reflexión  trataba sobre una cuestión de antropología cultural, pero se sale mucho del tema.
Mi duda inicial seguía sin resolverse, supongo que en cierta manera porque nunca he terminado de comprender muy bien a Heidegger (mucho a mi pesar), ya que  me parece que escribe en “términos más bien poéticos”. ¿Qué opinaría Heidegger de las Médulas?
Por la noche, ya en casa, volví a abrir el libro en busca de respuestas. Leí:
“Pero el templo y su recinto no se pierden flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; sólo a partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino”.
¿No encerraban las Médulas acaso esas relaciones? ¿No desvelaban el ser?, ¿No era una especie de obra-tempo? Seguí leyendo:
“En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge. La obra templo, ahí alzada, abre un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar sobre la tierra” (…) “La obra le permite a la tierra ser tierra”.
Por lo que me parece entender, Heidegger entiende que la obra de arte es un combate entre el  Mundo y la Tierra: “La verdad, en tanto que dicho combate entre mundo y tierra, quiere establecerse en la obra”.
 Por “mundo” parece entender el conjunto de relaciones y decisiones, de creaciones humanas: “un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia (…) La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco tienen mundo, pero forman parte del velado flujo de un entorno en el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un mundo, porque mora en la apertura de lo ente.”
Las Médulas me parecían una especie de epifenómeno de esa lucha entre Mundo y Tierra, precisamente por ser la huella de la mano del ser humano y su Mundo y reconquistado de nuevo por la vegetación.
¿Es obra?
Es la huella inequívoca del ser-ahí.






[1] HEIDEGGER, M., Caminos de bosque. Ed. Alianza. Madrid 2010.

lunes, 13 de agosto de 2018

ASÚN. EL PRIMER INVIERNO


Cada mañana de este verano va acompañada de una dolorosa rutina: me levanto y me asomo por la ventana para mirar como Asún sale a dar de comer a los gatos; pero cada mañana de este verano me doy contra la misma pared: Asún murió este año y con ella ha muerto una parte esencial de mi vida en San Martín. Da igual cuántas veces mire por la ventana, eso no va a cambiar.
El otro día apenas pude soportar ir al cementerio sin que se me hiciera un nudo inmenso en la garganta. Estaba allí pero ya se había marchado. Para siempre. La muerte como reflexión es sencilla; la muerte, como desaparición de un afecto recíproco, duele. A veces la racionalización es completamente inútil, hoy no necesito clases magistrales del señor Feuerbach sobre La muerte y la inmortalidad.
Asún ha muerto y es necesario que asuma que jamás nos volveremos a tomar juntas un café. Hace diez años me pidió encarecidamente que nunca me despidiera de ella para siempre. Me dijo que si alguna vez me iba de San Martín, no le dijera adiós  porque ya llevaba demasiadas despedidas en su vida y, sabiendo que nunca me despediría, se hacía la ficción de que jamás llegaría ese momento, el de la despedida.
Y sin embargo, ese momento ha llegado. Ambas mantuvimos la palabra, jamás nos despedimos, pero nunca volveremos a tomar café juntas. Nunca.
Para entender la importancia que tiene su muerte es preciso entender aquel primer invierno. La distancia que me da trabajar en Aragón hace posible que ya pueda escribir de este mi  pueblo blanco. Tengo que retrotraerme a Madrid, a Vallekas, a la Biblioteca de Miguel Hernández, donde las grandes cosas (las buenas y las malas) de mi vida han tenido su semillero.
Una llamada de teléfono al salir de la biblioteca. Una sustitución de cinco meses en Fonsagrada. “¿La aceptas?”.Venía el autobús, lo dejé pasar. “Sí, la acepto. Pero vivo en Madrid, ¿podría incorporarme el lunes?”. “¡En Madrid!, claro mujer, tienes un día más. Efectivamente, veo aquí una dirección de Madrid. Vale, te pongo para el lunes”.
Volví a la Biblioteca para mirar un mapa y saber dónde quedaba Fonsagrada (no, niños y niñas, no existía google maps) Después llamé a una amiga que hice en Chantada y le pregunté por mi nuevo destino. La conversación fue muy breve porque Isabel no podía hablar en ese momento, lo que sí hizo fue reírse: “Te lo pasarás bien, esa zona es de montaña. Recuerda llevar ropa de abrigo, en Fonsagrada nieva”.
Con esa información hice la maleta al llegar a casa y reservé una habitación en el Hotel  Cantábrico. Fue todo tan rápido que apenas dio tiempo a pensar. Ensillé el Peugeot y al día siguiente ya iba de camino.
El año anterior había trabajado en Padrón, en Chantada y en Vimianzo, fue mi primer año en Galicia. Hice una amiga en Padrón que era de un pueblo cercano a Fonsagrada, Baralla. A ella también le dio la risa al enterarse de que me mandaban a Fonsagrada. Yo iba con un mosqueo considerable, no sabía si me habían mandado a la montaña de Lugo o a Alaska en pleno invierno.
Mi amiga de Baralla me dijo que la gente de la montaña era bastante especial, en concreto la gente de Fonsagrada. Me habló de la Movida de Fonsagrada, algo que sucedió a principios de los años noventa. Verdaderamente eso sí que es una historia que merece ser contada en otra ocasión. Lo que pone en los periódicos es que fueron movilizaciones vecinales, pero María José me habló de una auténtica Revolución rusa. Me dijo que estaba de enhorabuena porque la carretera llevaba poco tiempo arreglada.
Con esos datos (literalmente era todo cuanto sabía) llegué a Fonsagrada después de ir imaginando cómo sería la antigua carretera de Fonsagrada y la gente bolchevique de mi nuevo destino. Para los que no lo sepan, Fonsagrada está en la cima de una montaña, en la mismísima cima; “a fin de cuentas”, pensé, “algo bolchevique hay que ser para encaramar un pueblo en la cima de una montaña”.
El paisaje y las vistas iban siendo cada vez más impresionantes y me tranquilizó pensar que, al margen de cómo fuera el trabajo, en un sitio tan bonito no podría estar mal. No obstante, gracias a la navegación mental fui abandonando la navegación material y al entrar en Fonsagrada o bien no vi el cartel con el nombre del pueblo o bien lo vi y no me pareció suficientemente grande como para ser Fonsagrada, estuve a punto de pasarlo de largo.
Paré el coche en una parte donde se ven los Ancares. Era una tarde despejada y soleada de octubre; me había perdido un concierto de Van Morrison por ir allí y las vistas le hacían sombra hasta a la voz de mi admirado Cowboy de Belfast. De nuevo pensé que sería difícil amargarme esos cinco meses con semejantes vistas.
Sé que antes he dicho que el pueblo me parecía pequeño, en efecto lo es, lo cual no impidió que me perdiera buscando el Hostal. Llegué al bar Galicia y allí me indicaron. Creo que estaban asombrados de que me hubiera perdido.
Llegué al hostal cansada, perdida, confusa y asustada, muy asustada. ¿Cómo sería el instituto? ¿Cómo sería la gente? ¿Cómo sería la chavalada? ¿Dónde puñetas iba a cenar? Al entrar al Cantábrico una corriente de paz me atravesó las dudas. Filo, la mujer más dulce del mundo, estaba haciendo encaje de bolillos y me acogió con una sonrisa. Luego me enseñó la habitación y me dijo que había más profesores en el hostal (Marta y Leandro), me tranquilizó y me trató tan bien, que de nuevo pensé que mucho se tendrían que torcer las cosas para estar mal allí.
Hay un sentimiento que acompaña siempre que se trabaja en una tierra que no es la propia y no se  tiene familia allí: una especie de desamparo radical, de destierro o exilio. Se está a la intemperie, con la alerta y los mecanismos de adaptación trabajando constantemente. Las primeras noches se pasan pensando qué pinta una tan lejos de casa y qué hace una chica como tú en un sitio como este. Esa sensación, al menos en mi caso, no ha solido ser nunca muy duradera, quizá no la he dejado germinar por pura supervivencia. No obstante, esa noche  algo lloré. El desamparo es frío.
Llegó el lunes, la hora de la verdad. Madrugué y de camino al instituto vi uno de los espectáculos que más me han sobrecogido siempre en Fonsagrada: al fondo los Ancares y extendiéndose a mi derecha una especie de lago de niebla bañado con una luz increíble. Fue entonces cuando conocí al que sería mi pueblo; buceaba bajo ese mar.
No entraré en detalles sobre el instituto (merece episodio aparte), del cual guardo el mejor de mis recuerdos. Solo decir que gracias a Raquel, una compañera de Marín, me enteré de que alquilaban una casa en San Martín y, por lo que me contó, era justo lo que había soñado: una casa en un pueblo. Después de ver la casa y el pueblo lo tenía tan claro que no hubo presión posible que evitara que viviera allí, y los aseguro que hubo unas cuantas. Bien mirado era joven, mujer y madrileña, un buen cóctel para que no les pareciera la persona más idónea para vivir sola allí.
Me fui a vivir a San Martín después de pasar el puente de Noviembre en Madrid. Llegué de noche a Fonsagrada y como la prudencia es una gran virtud (ya lo decía Aristóteles, la mejor de todas) me quedé a dormir en el Cantábrico porque me asustaba la carretera. Filo me ofreció la habitación más grande del hotel para que pasara allí los cinco meses. No os lo he contado, pero había sido la habitación de Ornella Muti, que estuvo allí rodando una película (“Tierra de Fuego”). Era tentador, la habitación era verdaderamente espectacular, pero la decisión estaba tomada de manera irrevocable.
Cuando llegué a San Martín llovía suavemente, era por la tarde y casi añochecía. No sabría decir qué tenía en mayor cantidad, si miedo o alegría o una mezcla explosiva de ambas. El caso es que el que primer habitante que vino a recibirme fue Miro, o can do Seco, una especie de pastor belga perezoso. Estaba tan asustada (ahora el sentimiento era claro) que creo recordar que le dije que me alegraba mucho la visita, pero tenía demasiado miedo. El perro me miró con incredulidad  y se fue. Así que, por motivos evidentes le bauticé Sirius Black.
Me encantaría decir que no tenía miedo, pero el caso es que sí. La casa donde iba a dormir estaba en una aldea de unos 30 habitantes, sin bar, sin tienda y la ¿calle? donde estaba no tenía luz. Dentro de la cocina la dueña de la casa me había dejado una cesta con leña, pastillas para encender el fuego y unas patatas. Honestamente, con las patatas tenía claro lo que iba a hacer, pero lo de encender el fuego no era tarea fácil. Lo logré encender después de gastar casi toda la caja de cerillas y pastillas.
Antes de seguir el relato, es importante hacer un pequeño paréntesis para hablar de la primera lección de protocolo que recibí. El sábado del primer fin de semana en Fonsagrada tuve que ir a dormir a Chantada porque el Cantábrico tenía todas las habitaciones ocupadas. Isabel, mi amiga de Chantada me aportó información valiosa para vivir en una aldea. Me dijo que era fundamental que saludara a todo el mundo y tuviera alguna palabra con los vecinos, por ejemplo, hablar del tiempo, de cuándo iba el pan o el pescado. También me dijo que probablemente alguna vecina fuera a visitarme para conocerme; en tal caso, sería interesante dejarle pasar hasta la cocina e invitarle a un café. Añadió que si veía a alguien del pueblo por la carretera lo normal era ofrecerle ir en coche, en caso de que yo fuera conduciendo (eso me trajo una anécdota graciosa con El Paisa alguna semana más tarde). Acepté los consejos de buen grado.
A eso de las nueve de la noche alguien llamó a mi puerta, era Asún. Una pequeñísima mujer de unos ochenta años, rubia y con mandil de cuadros. Un tiempo más tarde entendí que era algo excepcional, ella salía muy poco de casa y nunca a esas horas. Se presentó, me dijo su nombre y me regaló una docena de huevos y un bizcocho casero. Así que puse en marcha el protocolo de Isabel. La dejé pasar hasta la cocina, le ofrecí un café y le pregunté qué día iba el pan. Me dijo que había venido a quitarme el miedo y a darme la bienvenida y (esto lo digo yo) a darme las normas básicas de convivencia. Me explicó que San Martín era un pueblo tranquilo donde todos los vecinos eran una gran familia, con sus problemas pero unidos. El respeto y la ayuda mutua eran muy importantes. Me dijo esa noche y me demostró a lo largo de los años, que nadie se metía en la vida de nadie, pero había que entender que mantener la buena convivencia era fundamental.
No estuvo mucho rato, lo suficiente para dejarme claro el mensaje, que no tuviera miedo, que se alegraba enormemente de tener a alguien joven viviendo a su lado, que no rompiera la convivencia y que podía contar con ella. Me invitó a ir algún día a su casa a tomar café.
La decisión y la fuerza de esa diminuta mujer me dejaron casi sin palabras y lo más importante, me quitaron el miedo. Entendí que vivir en un pueblo quizá no era solo vivir en un pueblo, así como que el respeto a la vida privada no era el equivalente al anonimato urbano. Había pasado a formar parte de una familia de la que me tendría que ganar la confianza y el cariño.
La echo tanto de menos… Hasta ahora solo había llorado unas lágrimas cuando me enteré de su muerte, pero voy a romper el silencio escribiendo esto en un autocar, casualidades quieren que en la música del Alsa Supra tengan un disco de Van Morrison. El Moondance fue mi banda sonora esos cinco meses. Mientras escribo esto vuelve a sonar.
Mi vecina estaba en las antípodas respecto a mi pensamiento político, en cualquier otro contexto eso hubiera supuesto un problema. Pero yo conocí a la vecina, a la que me enseñó a hacer empanada y a hilar, a hacer jerseys con manga japonesa, a hacer bizcocho sin levadura. Una mujer inteligente y culta que vino esa noche y logró quitarme el miedo con palabras y bizcocho de yogur.
La leña crepitaba en medio de un silencio casi absoluto. No pegué ojo en toda la noche. Ahí comenzaba el primer invierno. Nada volvería a ser igual, pero poco o nada sabía yo aquella noche de hasta qué punto todo iba a cambiar.
Ahora miro a la acuarela que nos dejó como regalo este invierno Carmen, nuestra amiga farera. Lo dibujó en enero. En ella se ve la casa de Asún y el humo de la chimenea. Me gusta pensar que en esa acuarela aún está ella sentada en la cocina cerca del tiro probablemente tomando café.