Al hilo de las ensoñaciones...

domingo, 29 de diciembre de 2019

Ahab


Su empresa había cerrado la sucursal de la ciudad donde había vivido durante los últimos 20 años y le habían ofrecido trasladarse a Zaragoza capital. Si lo quisiera rechazar, la otra opción era el paro y buscar empleo.  La idea del paro no era tan mala en su cabeza como lo era en realidad. Afortunadamente era un hombre cabal, racional y prudente, muy prudente; sopesando su edad (a los 55 años por muy buen empleado que fuera, pocos sitios le querrían contratar), y su carácter más bien introvertido y huraño, sabía de sobra que sería un mal candidato en cualquier selección de personal. Además él solo sabía hacer bien su trabajo, era un buen banquero.
La sola idea de trasladarse a Zaragoza le ponía los pocos pelos que le quedaban de punta, era una ciudad muy grande para él, acostumbrado a su pequeña ciudad y a sus rutinas, estaba seguro de que quizá no se acostumbraría en los diez años que aún le quedaban para jubilarse. No pensaba en la gente que dejaría, que quitando a su madre y a su primo Luis, a poca más se reducía; tampoco pensaba en el trabajo, más carga de trabajo le daba igual. Lo que realmente le quitaba el sueño era tener que adaptarse a una ciudad desconocida. Dónde comprar el pan o el pescado, dónde tomar el café por la mañana, cómo llegar hasta el trabajo. Eso era lo que le mantenía las noches en vela.
Llevaba mirando pisos desde que se lo dijeron, tres meses más tarde y después de un dineral invertido en ir cada fin de semana a ver apartamentos e inmobiliarias, ya había encontrado el ideal. Estaba cerca del trabajo, pequeño y soleado, perfecto para llevar una vida tranquila y ordenada.  El piso estaba en una zona residencial nueva, muy tranquila y algo alejada del centro.
Solo había ido a Zaragoza una vez con su madre y con su tía Paqui a ver el Pilar, parece ser que  la Tata le habían hecho una promesa a la Virgen hacía treinta años y le debían una visita, decía que quería ir antes de morirse. Se las llevó a las dos de muy mala gana, pero ellas lo disfrutaron tanto que a la vuelta en el autobús sabía que había hecho lo correcto acompañándolas. De aquello ya había pasado tiempo y Zaragoza había crecido enormemente. Aunque no quería mudarse, sabía que alejarse un poco de su ciudad y de su madre no le vendría mal. Desde que había muerto Silvia se había vuelto muy protectora, era de la antigua escuela y pensaba que un hombre necesitaba a una mujer para poder sobrevivir. Quizá fuera cierto, pero las constantes injerencias en su vida le quitaban el silencio y el sosiego que necesitaba. Solo le pedía a la vida estar tranquilo para poder seguir investigando en la figura de Napoleón y avanzar en sus estudios.
Pensaba que sería una buena oportunidad ir a Zaragoza pese a todo, si se armara de valor, podría contactar con los miembros de la Sociedad Napoleónica que vivían allí y conocer a alguno de sus socios con los que mantenía una correspondencia fluida desde hacía años. También había investigado sobre la Asociación de “Los Sitios” y quería conocer más. Pero pensar en moverse por esa ciudad le daba dolor de estómago. La vida burlona no le había dado más opciones.
“Ahab”. La primera vez que vio ese nombre escrito fue en el ascensor de su casa. Era todo tan nuevo, que le chocaba que alguien hubiera arañado el metal ya que era el comportamiento propio de
adolescentes y en el portal solo había adultos y niño pequeños que no llegaban a esa altura.
¿Cuánto hacía que había leído esa novela? ¿Cuarenta años?. Moby Dick era un libro que le había obsesionado desde pequeño, relucía impoluto y sin leer en casa de su mejor amigo de la infancia, Andrés. Era de La editorial Planeta, de una colección de libros de los que con el tiempo se acabaría leyendo la mayoría. Era tan grande que en cierto modo se retó a sí mismo a leerlo cuando tuviera edad suficiente.  Recordaba que al principio fue duro porque la ingente cantidad de detalles y datos hacían que la lectura fuera lenta. Pese a todo pronóstico lo terminó y le encantó. Soñar con esos mares, la valentía hasta la locura del Capitán, cada página hacía de Moby Dick un libro único. La batalla épica y obsesiva de aquel del que ahora veía su nombre garabateado en el ascensor, “Ahab”, le parecía que iba más allá de un odio humano. Admiraba tanto su valor que deseaba llegar algún día a ser un cuarto de valiente de lo que él era, pero sin esa terrible crueldad que le caracterizaba. 
 Las primeras semanas en Zaragoza fueron estresantes aunque el trabajo era similar al de la vieja sucursal. Ir conociendo al personal y los compañeros de trabajo fue relativamente sencillo porque la gente era bastante sociable y amable, la acogida fue muy buena. Pero ir encontrando sus rutinas y huecos, eso fue más complicado. No tenía sitios en los que se encontrara absolutamente cómodo y como en casa y, aunque sabía que era una cuestión de tiempo, la desazón por estar desubicado le tenía sin poder dormir por las noches y con pocas energías para explorar la ciudad durante el día.
Pasaron los tres primeros meses y poco a poco se iba haciendo con el barrio, no había muchas tiendas, pero eran suficientes para abastecerse. Su horario de mañana le permitía dedicar las tardes a sus estudios, y como su madre ya no iba todas las tardes a verle, descubrió que le cundía bastante. Todas las tardes paraba en la cafetería que había al lado del parque después de dar un pequeño paseo puntualmente a las ocho. La vida se iba acoplando a un orden nuevo y sentía que algo se iba aquietando en su interior.
La segunda vez que vio el nombre escrito fue una mañana que ya se había planteado como extraña desde primera hora, el señor del perro  a manchas no había bajado a pasear y el de la frutería tenía cerrado. De seguir cerrado a la vuelta no sabía dónde podía comprar el pan. Al girar hacia el parque vio en grande escrito “Ahab” en un murete de hormigón de la piscina de verano. Desde el primer día en el ascensor no lo había vuelto a ver. No podía evitar imaginar quien sería el ilustre vándalo.
El día transcurrió sin más incidentes, pero quizá por lo diferente del día o porque el frío se acercaba sin haberse dado cuenta, cayó en la cuenta de que aún no había ido a conocer a sus colegas de la Sociedad Napoleónica. La idea de tener que ir hasta allí no le gustaba nada. Estaba mal reconocerlo, pero aún no había pisado el centro desde que se mudo y quizá y en el fondo tenía muchas ganas. Desechó el pensamiento rápido y volvió a su refugio de letras y ropa planchada en su hogar eso que se le movía por dentro se tranquilizaba y adormecía en una quietud agradable.
Dos semanas más tarde tuvo que ir a una tienda de informática que había en el barrio Oliver, le angustiaba tanto la idea que estuvo a punto de dejar que se le perdiera toda la información del ordenador. Su compañero Mario le dijo que no había nada que temer, él vivía allí y nunca le había pasado nada. “Además tío, mides más de un metro noventa, con la cara tan seria que tienes y tu envergadura, no te va a toser ni Dios, tú tranquilo”. Decidió ir andando después de mirar Google maps más de quince veces. Llegó sin problemas y le atendieron de maravilla. A la vuelta, vio escrito en pequeño en una marquesina ese nombre que parecía estar acompañándole desde que había llegado a Zaragoza. La curiosidad había empezado a hacer mella en él.
Desde ese momento se fueron sucediendo lo que a todas luces ya no podía ser una coincidencia, “Ahab” aparecía escrito en todo el trayecto que tenía que hacer al trabajo y en las calles aledañas. Una tarde se decidió a investigar un poco más allá de su barrio por una zona desconocida, no había nada, pero al cabo de los dos días volvió porque descubrió una pastelería con unos dulces soberbios, y allí estaba, “Ahab” arañando la corteza de un árbol y escrito en la pared de un Alcampo. Lo que le había empezado a invadir era ira, ese era el nombre a lo que le pasaba. Alguien le estaba tomando el pelo… el poco que le quedaba.
Las siguientes semanas se dedicó a intentar verificar su hipótesis, alguien escribía por los sitios por donde él pasaba al cabo de los dos días. Estaba tan seguro que  incluso un día fue hasta el Paseo Independencia y la calle Alfonso para comprobarlo. Y sé dio cuenta de que Zaragoza era una ciudad bonita, no cabía duda. ¿Cómo habría dejado pasar tanto tiempo? Se tomó un café en “La Bendita” y leyó un rato, sin olvidar claro, que a los dos días volvería a pasar sobre sus pasos para comprobar que Ahab habría dejado su nombre en algún sitio del camino.
Mientras tomaba el café recordó que alguien del trabajo le había hablado de una empresa que hacía visitas guiadas y pensó que no sería mala idea, cerca del Muro de la Parroquieta de la Seo vio un grupo que llevaban pegatinas de esa empresa y debían de estar terminando la visita porque aplaudían a una chica jovencita de boina negra que sonreía complacida. Al llegar a casa miró en internet alguna de estas rutas y se apuntó a una. No olvidaba que tenía que volver otra vez al centro para confirmar su hipótesis pero aprovecharía el viaje. Alguien se reía de él e iba a descubrirlo.
Había reservado para el sábado por la tarde la visita guiada, le contarían leyendas de Zaragoza, se fue con bastante tiempo para ver si Ahab había dejado su nombre en alguna zona por la que había pasado cuatro días antes. Así era, en una marquesina del tranvía. ¿Qué vecino le seguía y porqué se quería reír de él? La curiosidad le comía por dentro, y estaba dispuesto a encontrar a su burlador. Pese a aquel desagradable hallazgo en la marquesina, la visita estuvo fenomenal, disfrutó mucho de las historias e incluso pudo lucir sus conocimientos sobre los Sitios cuando la chica lo contó, todo el mundo le aplaudió y aunque le dio algo de vergüenza, no pudo ocultar que le encantó.
De camino a casa, en el autobús, se acordó de que aún no había quedado con los de la Sociedad Napoleónica y pensó que quizá no estaría mal acudir a alguna reunión. De hecho había estado dándole vueltas y después de tanto paseo buscando a Ahab, la ciudad ya no le parecía ni tan grande ni tan desconocida. Decidido a dar el paso esa misma noche mandó un correo a Manuel Aznárez, la persona con la que más correspondencia había mantenido. Manuel le respondió inmediatamente y concertaron una cita para el martes por la tarde. El domingo se levantó de muy buen humor, hacía tiempo que tenía ganas de conocerlo en persona.
No se le iba de la cabeza Ahab, pero poco a poco, al ir descubriendo la ciudad había logrado que Ahab no se convirtiera en una especie de Moby Dick para él. La obsesión había ido  remitiendo, y aunque la curiosidad estaba ahí, la idea de conocer a Manuel y la visita del pasado sábado, o la pastelería de Valdefierro, le habían ido dando una seguridad inusitada para su carácter. Había logrado poco a poco salir de casa y los constantes paseos buscando ese nombre le habían hecho ir conociendo las calles de su nuevo hogar.
Le iba dando vueltas a lo familiar que le resultaba la letra con la que firmaba Ahab. Había llegado a pensar que quizá fuera a fuerza de fijarse y verlo escrito. La única algo distinta era la del ascensor que vio el primer día, pero el resto tenían una “A” mayúscula muy clásica y en general una bonita letra cursiva. ¿Sería algún cliente de la oficina? Era muy probable que desvelar el misterio estuviera cada vez más cerca, era cuestión de fijarse en las firmas y en los papeles. Podría incluso ser algún compañero. Era una niñería, pero la curiosidad le picaba tanto que no lo dejaría en paz hasta que no lo descubriera.
La charla con Manuel Aznárez fue maravillosa y apasionante, le había invitado a una comida que harían todos los miembros el sábado siguiente, pensó que tenía muchas cosas que aprender de aquella gente, había varios doctores en historia y dos novelistas de bastante fama. Cada vez se iba sintiendo mejor en esa ciudad, de hecho era sorprendente lo mucho que había salido de casa dado su carácter. Estaba irreconocible. Un nueva vida cerca de los 60, ¿Quién se lo iba a decir?
Nunca olvidaría la vuelta a casa de aquella noche, sacó su libreta para repasar las notas que había tomado de la conversación con Manuel Aznárez, embriagado aún de su sabiduría. Escrito con rotulador verde, el mismo que le manchaba las manos leyó una “A” clásica y algo pasada de moda, en una perfecta letra cursiva.