domingo, 28 de enero de 2018

Apología para permanecer en la zona de confort (si es que tal cosa existe)

(Esto pretende ser una charla de cafetería. Sería de lo que me gustaría dialogar si hubiera tiempo y espacio para ello. Ni pretendo sentar cátedra ni, como se verá, aspira a ser una disertación muy elevada)

Dicen los nuevos guías espirituales que hay que salir de la zona de confort para desarrollarnos a nivel personal y emocional (a lo cual por cierto, llaman éxito). También dicen que hay que alejarse de las personas tóxicas (Ojo, ojo, mueren cuatro personas por intoxicación personal en un restaurante de Málaga) y que hay que llenar la mochila vital de experiencias positivas y estimulantes, como si las experiencias se pudieran comprar y fueran objetos (¿o tal vez lo son?)
Según he leído en la Wikipedia, la zona de confort es un estado el cual la persona actúa “en una condición de ansiedad neutral, utilizando una serie de comportamientos para conseguir un nivel constante de rendimiento sin sentido del riesgo”. Además señala que en psicología es “un estado mental en el que el individuo permanece pasivo ante los sucesos que experimenta (…) desarrollando una rutina sin sobresaltos ni riesgos, pero también sin incentivos(...)pudiendo causar apatía y, en casos más graves, depresión”. Qué miedo da la zona de confort.
Parece ser que la ansiedad neutral es aquella que nos paraliza, pero de este término no he encontrado demasiadas referencias.
Habitualmente esta arenga para salir de la zona de confort viene acompañada de otra arenga para que emprendamos y “hagamos realidad nuestros sueños”.

Hace mucho tiempo que le vengo oliendo el tufo a podrido a estas nuevas oraciones, ya que, como casi todas las oraciones, probablemente podría implicar una religión. Y para la religión y otras superestructuras, me declaro abiertamente marxista. Como superestructura, no dejaría de esconder la legitimación de cierto orden de cosas no siempre (nunca) justo.
A nivel vital podría decirse que llevo una vida exiliada de lo que mucha gente consideraría mi zona de confort. Llevo mucho tiempo viviendo al año en al menos dos o más sitios; cambiando de centro de trabajo periódicamente, de panadería, de frutería y de cafetería. También cambio de registros lingüísticos y de usos del lenguaje, conozco mucha gente nueva (e interesante, por cierto). Hago actividades nuevas cada año e incluso el año pasado me subí a un escenario con un grupo increíble y un bajo eléctrico. Ahí es nada.
Ayer, hablando con una amiga que estaba en la misma situación. Acompañadas de una copa de vino y algo hartas de todo, comenzamos a añorar la tranquilidad, el sosiego y la permanencia. Añorábamos la rutina, a fin de cuentas, algo de lo que nos ha privado la precariedad laboral.
Y no es no querer ver lo que hay de fantástico en todas las cosas que nos ofrece este “exilio”, es agotamiento y hartazgo ante una idea absurda y perversa. Me intentaré explicar.
En primer lugar dudo, honestamente de la existencia de tal zona. Puede haber situaciones más o menos cómodas, más o menos problemáticas, pero en sentido amplio, la vida es problemática. La RAE define problema como: “conjunto de hechos o circunstancias que dificultan la consecución de algún fin”. Dudo que haya seres humanos que, incluso en la rutina más tediosa, no se las tengan ver con la realidad o con los demás y, que de algún modo, no encuentren obstáculo para la consecución de sus fines.
Por otro lado y abundando en esta primera duda, la crisis económica que ha vivido este país, ha dejado a mucha gente en situaciones con diferentes grados de dificultad. Desde el paro hasta los desahucios, estafas bancarias, empezar de nuevo en un trabajo con un sueldo precario, volver a casa de los padres o tener que emigrar como ya lo hicimos en los años 60. Esto hablando solo de una ínfima parte de las situaciones socioeconómicas.
¿De qué zona de confort hablamos?
Ahondando en la cuestión más puramente individual, antropológica si se quiere, los seres humanos estamos dotados de sentidos que nos comunican con el mundo y de inteligencia para interpretarlo. Aristóteles decía en su “Metafísica” que los seres humanos teníamos por naturaleza deseo de saber. Incluso si nos vamos a un ejemplo extremo, una persona sin las más mínimas inquietudes intelectuales o culturales, tiene inquietudes. Esta viva, respira, siente y desea. Al margen de cuáles sean esas aspiraciones, existen, por poco... enriquecedoras que sean según un punto de vista “más elevado”.
El ser humano está diseñado para vivir en el mundo y para ello ha de conocerlo aunque éste sea muy pequeño.
Si analizamos la parte en la que la definición nos dice que: los individuos en dicha zona operan de modo que tengan un “nivel constante de rendimiento sin sentido del riesgo”, me pregunto: ¿qué habría de malo en operar sin sentido del riesgo? ¿Debemos vivir con “sentido del riesgo” constante?.
De nuevo vuelvo a la RAE, “riesgo” es: “ contingencia o proximidad de un daño”. Interpreto que sentido del riesgo quiere decir que hagamos cosas que pueden implicar un peligro (real o no). Me pregunto qué riesgos son los deseables para que los asumamos: ¿Beber agua sin potabilizar? ¿Jugar a la ruleta rusa? ¿Ir desnudo al trabajo? ¿Insultar a los clientes porque ya no los aguantas? ¿llevar una camiseta del Barça en la bancada de los ultras del Madrid?.¿ O estos riesgos se refieren más bien a dejarte todos los ahorros en un negocio incierto? ¿A hipotecar tu vida y la de tu familia para cumplir tu sueño de enseñar flamenco a las tortugas laúd?
El miedo, dejando a un lado comportamientos patológicos, suele ser una poderosa arma de reflexión acerca de los riesgos. No digo que haya que sentir miedo, hay que saber de dónde viene y lidiar con él muchas veces. De hecho las circunstancias nos empujan a actuar incluso con miedo. Pero antes que ensalzar el “sentido del riesgo”, sería estupendo cultivar la prudencia. Decía Aristóteles que : “El rasgo distintivo de la persona prudente es al parecer el ser capaz de deliberar y de juzgar de una manera conveniente sobre las cosas que pueden ser útiles y buenas para ella” (Etica a Nicómaco, Libro VI, Capítulo IV)
Desde hace tiempo vengo pensando qué habría de malo en permanecer en esa zona de confort si esta existiera. Me pregunto esto porque veo (vivo, de hecho) que permanecer en un mismo estado de cosas permite conocer bien y a fondo tanto las actividades que se realizan, como a las personas que nos rodean.
Vivir en sitios o trabajar en sitios que no se conocen previamente significa que, hasta ir a comprar el pan o saber donde se guardan los clips, es un descubrimiento que implica esfuerzo; reconocer el sitio y ser capaz de adaptarse a él supone una ingente cantidad de energía; conocer gente nueva o hacer nuevas relaciones conlleva relacionarse indiscriminadamente con gran cantidad de personas hasta poder encontrar (con suerte) alguien afín y eso, creedme, desgasta; aprender idiomas o usos de lenguaje diferentes es un gran esfuerzo y va asociado a cierta soledad lingüística que, ya por sí misma, merecería un artículo.
Todo esto es, en resumidas cuentas, un estado de alerta permanente para algo tan básico como conocer la realidad y habitar en ella. Es decir, una alerta constante para poder aprender rápido y desarrollar estrategias que nos permitan adaptarnos al entorno.
Un paso imprescindible para el crecimiento personal es conocer esa realidad e interactuar con ella desde ese conocimiento, ya que solo esto puede hacernos agentes transformadores del mundo en el que vivimos.
Conocer y transformar profundamente nuestra realidad implicaría por tanto, permanecer tiempo en ella, examinarla y tener perfectamente integradas todas esas estrategias adaptativas. Implica establecer lazos sólidos y profundos con las personas y con los sitios y eso implica estar, hábito, estabilidad.
Somos con nuestra circunstancia, ya lo decía Ortega, y para salvarnos a nosotros tendremos que salvarla a ella. Necesitamos raíces, necesitamos estabilidad, necesitamos amar u odiar la circunstancia que habitamos y para ello, necesitamos conocerla y eso implica rutina.
La ideología que subyace a “la zona de confort”, a “atreverse a soñar” y a “no rendirse jamás” esconde un discurso neoliberal atroz. Pero me temo que por la extensión de esta reflexión, es una historia que merecerá ser desentrañada en otra ocasión.