lunes, 10 de septiembre de 2018

La libertad de un pueblo

La necesidad escribe esto.

La libertad de un pueblo.  Así acababa la conversación  y ambos teníamos un nudo en la garganta. Asistir a la extinción de una comunidad y de una cultura no es algo que te enseñen en el colegio. No estamos preparados para desaparecer, sino para vivir eternamente.  Heidegger hablaba de la conciencia de la muerte como clave para la vida auténtica.  Pocas veces se tiene.
Cuando  leí Puerca tierra pensé que la cosa me pillaba como vecina acogida en mi nuevo pueblo, eso no es ni muy cerca ni muy lejos. La distinción etic-emic no deja de ser forzada, nunca se está del todo fuera o dentro al estudiar una cultura. Como antropóloga nómada y como ser humano que soy, he necesitado echar raíces. Las raíces y la ausencia de ellas  un tema recurrente en este blog. Si la tierra es favorable a la planta, aunque ésta venga de fuera, prenderá y crecerá. Yo he madurado en una tierra diferente a la mía. La quiero porque me ha acogido, me ha cuidado y me ha enseñado tal y como hacen las madres. Así que estoy lo suficientemente lejos para entender y lo suficientemente cerca para sufrir por su muerte. Esto de lo que escribo hoy es una cuestión personal (¿y qué no lo es?).
Cuando leía Puerca tierra lo veía con distancia, cuando hace años me leí La lluvia amarilla, lo veía a mil años luz de mi. Me gustaba su estilo poético, me gustaban sus frases cortas, la dureza de su prosa y la fragilidad que emanaba. Me cautivó, pero fuera de lo meramente literario, no tocó nada más dentro de mí. Hoy soy incapaz de volver a leerlo, no tengo arrestos para enfrentarme a la verdad que denuncia. El mundo rural desaparece.
En esos dos libros hay personajes que bien podrían ser gente que he conocido. Hombres y mujeres libres  de los que podré hablar dentro de algún tiempo. Aún estoy demasiado cerca.
Y es que hay seres libres por dentro. Hay personas que nunca se podrán dejar atar. Pienso en ellos y en ellas y  me conmueve en lo más hondo ese profundo arraigo de la libertad en ellos. Me conmueve como ninguna otra cosa en el mundo. Son tan libres, que este modo de producción capitalista de mierda no es más que un eco lejano en ellos.
Hay seres libres pero son una especie en extinción. Su existencia en el mundo es una bella rareza. Amo profundamente la libertad en ellos, amo la pertinaz resistencia de sus alas, amo su forma de vida y sé que nunca podré tocar la firmeza con la que viven. No soy ni capaz de escribir bien sobre ello.
¿Formas de vidas alternativas en este nuestro globalizado mundo occidental?. Las formas alternativas también pasan por caja. ¿Creíamos poder ser diferentes? La diferencia también se compra, también tiene marca de vaqueros y una palabra en inglés que la define. Las verdaderas formas de vida alternativas están siendo aniquiladas con la peor de las muertes posibles: la indiferencia, la humillación, la invisibilización.
No puedo entrar en detalles de lo que me lleva a esta reflexión porque pertenece a la vida privada de una persona.
Pero necesito escribir esto porque alguien hoy no se ha dejado atar a cuatro paredes y ha sido la expresión más bella y triste de esa necesidad ontológica de libertad. Aún quedan personas que no doblegan su alma a ninguna cadena y a ningún barrote. Un pueblo firme y resistente que siempre siguió adelante por muy pesada que fuera la carga.
Hay personas que prefieren morir antes de que las encierren  y les den de comer somníferos. Hay personas que entre la vida y la libertad tienen muy clara la elección. Personas que son espejismos de otro tiempo que ya no tiene cabida en este mundo de mierda.

Personas que son el reflejo efímero e inasible de la libertad de un pueblo.



domingo, 9 de septiembre de 2018

El Este

No me acostumbro a conducir dejando atrás el sol de poniente, entrar como de golpe en la noche más oscura.
No soporto no ver morir el día mientras sumo kilómetros en la carretera.
Voy buceando en la tristeza azul del atardecer en el Este e intento no mirar atrás, conformarme con la visión del sol crepuscular prendiendo el color intenso de esta nueva tierra.
Es casi apocalíptico: montañas rojas, más rojas aún por el reflejo del ocaso; montañas recortadas frente la tormenta y a la noche que va abriendo la boca.
Como Edith, la mujer de Lot, no logró contener la vista y no mirar atrás. La noche me pesa tanto, que temo que quizá sea tarde y algo dentro se haya convertido ya en estatua de sal para siempre.