miércoles, 19 de junio de 2019

Sol del naciente


La misma música que encerraba en el silencio ahora libera de él. La misma luz, la misma pantalla, ahora pertenecen a otro espacio y otro tiempo. Las vidas se destruyen y construyen con un cierto ritmo marítimo con la imprevisible forma en la que rompen las olas en un acantilado, siempre idénticas por el hecho, siempre diferentes en cuanto a la forma.
Ahora, ¿En qué lado nos posicionamos? El ser es la regularidad, lo idéntico o el ser es la diferencia, la inmanencia irrepetible de un tiempo que en realidad no existe más que como forma de no perder la identidad en un universo demasiado vasto. Ser frente a estar siendo, ser frente a existir, existir frente a vivir.
La frecuencia con la que olvidamos que todo son castillos de arena es un indicativo del miedo cerval que genera lo consustancial al vivir, el dejar de hacerlo, el volver a construir lo que se destruye y lo que jamás volverá a ser lo mismo. Los niños no tienen miedo, parece que olvidan rápido el dolor, parece que supieran que nada permanece más allá de una tarde y que la clave está precisamente en levantar un universo, aún a sabiendas de la fugacidad del resultado. Ellos viven el instante con la eternidad de las estrellas. Ellos ignoran lo que nosotros inventamos y no somos capaces de olvidar.
La misma música que velaba las horas y la voz interior ahora desvela las palabras y los instantes prisioneros. Con calma las sensaciones se van quitando el arrullo, ese con el que intentaron quitarse el frío, el que guardó los vacíos y las ausencias, el que las estranguló de pura necesidad. Encerraba un sol de principios de verano que se escondía de las nieves tempranas.
La arena se extiende a los pies, es Junio y una preciosa luz vuelve a iluminar la eterna y prometeica tarea de vivir.