La primavera pulsa, late después de una larga noche de invierno.
La oigo levemente cada mañana en el fondo de mis pulmones, es un eco discreto en los oídos. Salgo fuera, la energía ha cambiado. En la calma eterna del valle algo se mueve, los pájaros están inquietos y pese al frío, las flores más valientes ya han asomado la cabeza.
Me siento florecer yo misma, mi propio cuerpo salta, me levanto con el día y el frío ya no es obstáculo porque la luz nos hace más livianos y nos va desperezando. Es la alegría ancestral de haber sobrevivido a la larga noche.
Algo en mi está cambiando, ya sé que empiezan a cantar estrepitosamente los aviones roqueros, que hace tiempo que han florecido los narcisos silvestres y que los pequeños brotes ya van siendo flores en los manzanos y los perales. Ya quiero hacer el semillero, salir pronto de casa para ver a los paporubios y a los verderoles, ir por el camino de siempre y ver como van creciendo las gamotas. Quiero salir de casa, que me de el sol, quitarme la humedad de los huesos, la humedad de las paredes, recoger las habitaciones, ventilar todo los rincones, abrir las ventanas.
Es la primera vez que noto tan claramente cómo se abre camino la primavera. Lo siento en mi misma el frío ya no me silencia. Antes, en mi vieja vida, la primavera la marcaba el florecimiento de los árboles del paraíso de la M30, y el mirlo que cantaba en el edificio de enfrente. En ese momento me saltaba el corazón. quedaba poco para el verano y para ser libre.
Aquí es muy diferente, viene marcado por la luz, por el ímpetu de crecer, de florecer.
Salimos de la oscuridad, es la vida misma que pulsa en un ciclo eterno.
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