“Nada de lo humano me es ajeno”. Ojalá lo fuera.
Si me fuera ajeno el dolor, el padecimiento o el brillo
intenso de la lucha. Las miradas…
Pero estamos aquí, decía el poeta, y estar es comunicar.
Hay veces, que ciertas obras maestras del cine, pintura,
música o literatura no nos son ajenas. Muy al contrario parecen ser reflejo y
luz de ciertas zonas oscuras de nuestra anatomía emocional e incluso física.
Hay obras que se me asemejan a la melodía en un trío de
cuerda, donde el bajo continuo lo tocan el fondo propio de nuestras miserias y la
melodía principal la lleva el violín, la obra frente a nosotros.
De tal modo que, todos interpretan una melodía a la que ya
no podemos ignorar. El violín nos atrapa, ya éramos suyos antes, éramos las
notas largas y continuas sobre las que ahora acopla su discurso. Suena tanto,
tan propio y tan bello, que comunicación autor y espectador es completa.
Cuando pienso en cómo describirlo se me vienen a la cabeza
términos fisiológicos. Un nervio fuerte que conectase a ambos y moviera la
sensibilidad al son de los compases. Llega a ser algo físico.
¿Qué tienen en común las obras maestras? Me siento obligada
a decir que está lejos de mi intención hacer disquisiciones sobre la estética, nunca
fui más allá del asombro ante la pregunta. Reconozco que es una inquietud
personal y por tanto su respuesta será subjetiva y sin pretensión de
universalidad.
Veo en todas las obras maestras, un contacto tan real entre
el ser humano que lo recibe y el que lo crea, que por instantes no hay
distancia entre ambos. Así, la obra es un espejo en el que, sin ser
directamente nosotros, sí que somos capaces de vernos con total claridad.
Sin miedo a caer, podemos sentir lástima o rabia de ese otro
yo en la pantalla, porque no somos nosotros. Amar a ese otro yo, es más
sencillo que amar los defectos propios. Ver con nitidez el guión de nuestra
vida entrelazado y ordenadas las causas y sus efectos.
Miradas a diario que son complicadas de sostener. Historias
que hieren tanto. Delitos y Faltas de otros que sabemos explicar, que podemos
explicar. Todo ello configura la red sutil y empática de una dialéctica no
verbal tan perfecta, que llegamos a saber con certeza que nada de lo humano nos
es ajeno.
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