Cerré los ojos cansada de tanto pelear para encontrar la
salida. Creía que nunca lo conseguiría, el túnel era largo y la luz se había
agotado hacía tiempo. La oscuridad era densa como una niebla, diría insomne.
Inspiré hondo determinada a serenarme. Era la única salida, serenarme e
intentar pensar con claridad.
El caso era, que llevaba mucho tiempo siendo bastante clara
con mis pensamientos. Afortunadamente la razón casi nunca me había fallado,
excepto en algún examen de matemáticas o en lógica de primero.
Inspiré hondo. Recé a mis diosas para que me ayudaran pero
recordé que las diosas me habían abandonado hacía tiempo. Estaba sola.
Desde el fondo de aquella caverna desamparada, una pequeña
luz titilante se iba haciendo cada vez más clara, lejana. Tanto tiempo
acostumbrada a la oscuridad, sobredimensionaba aquella pequeña luz de lo que
parecía ser una vela. A diferencia de la caverna de Platón, esta cueva no
parecía tener salida hacia arriba, sino hacia delante.
Cerré los ojos una vez más, inspiré hondo y una voz grave y
suave me dijo: “levántate y anda”. Su determinación no dejaba lugar a dudas.
Levántate y anda. Tan sencillo. Levántate y anda. Andar. Eso era todo, andar,
andar, andar, andar. Trotar, correr. Había estado tanto tiempo intentando
pensar cómo había llegado a esa caverna, que no me había planteado tirar hacia delante. Oh dios, qué estúpida.
Ahora daba igual, la luz seguía rutilando delante de mí,
pero estaba segura de poder seguir andando a oscuras, Me sentía tan bien, tan
segura, un gramo de seguridad en cada zancada. Andaba despacio, pero me movía.
Notaba la humedad, el frío se atenuaba porque yo cada vez me movía con más
intensidad.
Hasta ese momento no había notado el olor de la caverna,
como de siglos de miedo. El olor del miedo me hacía fuerte. Me abandonaba a mi
cuerpo, a mi maldito cuerpo. ¿Dónde había estado todo ese tiempo, dónde lo
había dejado? Tenía piernas dios mío, tenía piernas. Un paso tras otro, otros más,
uno de nuevo.
La luz ya no estaba, pero no me preocupaba, no la necesitaba,
podía andar, dejaba atrás años de encierro. Las lágrimas se me acumulaban en la
garganta, el sabor de la sangre agolpándose en mi boca. Metálico, caliente, los
pulmones me ardían como si estuviera respirando por primera vez. Era tan libre
que podía notar las cadenas que aún pesaban.
Levántate y anda. Inspiré hondo, necesitaba más oxígeno. La
caverna no era lugar para estar, no podía permanecer ahí eternamente.
Si.
Sencillo.
Abrí los ojos. No contuve más el llanto, ni la risa. Inmersa
en una multitud de 80.000 personas contemplé, ya fuera de la caverna, la cálida
voz a mi lado. Ya no necesitaba su luz. Apagó la vela, me sonrió. Comenzaba la
carrera.
Madrid era nuestro.
Y acerca de lo que sucedió luego… Es una historia que merece
ser contada en otra ocasión.
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