miércoles, 24 de junio de 2015

"Puedo decir los versos más tristes esta noche"

Cinco minutos antes de entrar al segundo examen de la oposición al cuerpo de profesores de secundaria, se me ocurrió levantar la cabeza de los apuntes y mirar con ojos demasiado humanos a la gente que me rodeaba. Trescientas personas licenciadas en filosofía no se juntan todos los días.
Llámadlo cansancio, lo único que pude escribir fue lo siguiente.
"Lo mires por donde lo mire somos gente triste. Gente que nunca tuvo un lugar muy claro en la sociedad y que ahora lo tiene menos.
Muchos fuimos adolescentes extraños, gente introvertida. Pocos acabaron de entender por qué elegimos estudiar filosofía, incluso nosotros a veces no lo entendemos.
Como una sombra, la constante sensación de tener que justificar que no se  extinga.
Desesperanzados, sin ánimo, sin futuro. Muchos sin haber desarrollado nunca nada de lo que estudiaron, otros tantos ya no recordamos cuando fue la última clase.
Me pregunto qué somos, qué pintamos. Quizá nada.
No somos nada, no valemos para nada. Aristóteles decía que la filosofía no tenía un para qué sino un porqué. Pero en realidad no hacemos barcos, no somos electricistas ni llevamos la contabilidad. Sabemos tirar de hilo de los pensamientos, desarticular un texto, recitar la tesis 11 sobre Feuerbach. Sabemos mirar en las palabras. Poco más que nada. Hoy hacen falta para qués.
Pese a todo algo nos llevo a estudiar filosofía. En algún momento creímos en ella, en nosotros. Para algunos fue refugio.
¿Qué queda de esa fe? Nada.
Esto no tiene sentido y aún así, perseveramos para no quedarnos absolutamente desterrados de la sociedad.
La urgencia por vivir nos aparta a muchos de la filosofía y quedamos nadando a la deriva, sin asidero y sin ubicación.
Somos náufragos peleando por llegar a una isla, peleando por que nos descubra un barco o por ser capaces de ser nuestro propio barco, porque la escalera la tiramos hace tiempo y siempre supimos que a veces es mejor callar"

martes, 16 de junio de 2015

Universo N

Recitarías a Pessoa en portugués,
con esa cadencia.
Dirías suavente "te quiero"
con las manos
Y la hierba, ajena al deseo
Lentamente
Pasando horas
Mientras, la luz se cobraría justa retribución
por los meses de invierno.
Y yo sabría por el ritmo de tu respiración
que nos habríamos perdido para siempre en el verano...

domingo, 14 de junio de 2015

Croquetillas de jamón. El amor y sus formas

Que no cuento nada nuevo lo sé, pero el otro día metida en los fogones, cobró fuerza este pensamiento de a veite duros.
Más que la ropa o la música, de un modo menos impostado, lo que sucede en nuestra cocina habla de nosotros con absoluta claridad.
Supongamos tres frigoríficos:
a/  Lasagna precocinada, un tomate a punto de morir y jamón york pasado. Una bolsa de pan de molde, mantequilla y dos paquetes de salchichas jumbo. Leche semi.
b/ Calabacines, berenjenas, tomates, lechuga, tofu y un poco de guiso de alubias que sobró. Leche de avena, tortitas de frutas y semillas de lino molidas.
c/  Pescado adobado para hacer al horno, leche entera y desnatada, fresas con nata en una ensaladera, filetes de ternera, verdura, tomates, caldo y marisco preparado para hacer paella, jamón serrano y queso, dos lechugas y doce yogures.

Estoy casi segura de que le podemos poner nombre y apellidos a cada una de esas neveras. Por algo será.
Cocinar, es una parte necesaria (en términos relativos) de la vida, pero lejos de ser sólo un modo de procurar combustible para nuestros motores, es un acto lleno de profundidad. Una expresión del vivir, de pensar, de la manera en que entendemos el mundo.
Lo que sucede en nuestras cocinas a veces es también un reflejo de nuestra biografía. Y si no, ¿Cuántas veces en pareja, no se ha discutido sobre el modo de freír las patatas, hacer las croquetas o sobre lo que debe llevar una ensaladilla? El clásico “en mi casa no se hacía así” o “Igualita que la de mi madre”, tocan núcleos muy duros. Jamás le digáis a nadie “a mi madre le sale mejor”.
Incorporamos platos de los sitios que hemos visitados y los pasamos por nuestro propio filtro, esas sardinas tan ricas que probaste en Grecia, el raxo de Betanzos,  el falafel que comimos en Turquía.
Asimilamos influencias, quizá de gente a la que queremos o admiramos, e incluimos sus platos a nuestro repertorio (Pienso en los canelones de Conchi, en los boquerones de Mayte, en el pastel belga de mi tía Trini, en la fideuá de su vecina de Valencia, en la empanada de mi vecina, en el caldo de Maria Jesús).  De tal modo, que nuestras recetas acaban siendo un crisol de relaciones sociales o de nuestra inquietud vital, incluso de la ausencia de las dos cosas.
Nos manifestamos como carnívoros, como vegetarianos, como comprometidos con el comercio local, como consumidores absolutamente irreflexivos cuando no se nos ocurre mirar ni una etiqueta o saber de dónde procede lo que comemos. Nos expresamos como hedonistas o como ascetas, como seres pasivos o personas que deciden sobre cómo quieren vivir conscientemente.
No comprar o pedir la cabeza de la merluza pensando en las kokotxas, es un modo de tomarse la vida. Imaginarse una salsa para esa ternera.
De entre todo eso que caracteriza el cocinar, me parece especialmente bonito cuando cocinamos para otros, porque ya de entrada y antes de entrar en harina, comenzamos regalando pensamientos a las personas para las que vamos a cocinar.
Se piensa en lo que le gusta a esa persona, en qué alimentos hay de temporada, en cómo se va a hacer, en cuándo se va a comprar. Miramos recetas, o nos intentamos acordar de “aquella vez que le gustó tanto no sé qué en aquel sitio”. Si se cocina habitualmente, además,  se tienen en cuenta, raciones que llevamos comido de carne, verdura o legumbres.
Aunque lo hagamos con destreza, desde el mercado hasta el plato, empleamos atención y tiempo en que esa obra efímera le guste a la persona que tenemos delante. Usamos creatividad, habilidades y memoria hasta para hacer unas lentejas o dejar el solomillo en su punto.
Cuando alguien nos pone delante un plato de caldo (galego) nos pone delante muchas horas, quizá ir a por las berzas, lavarlas, cortarlas, seleccionar la carne, haber puesto el día anterior las fabas a remojo, ir a por las patatas, saber hacer y darle la cocción necesaria. Un buen pisto manchego hecho con tiempo. Si nos presentan un filete a la plancha, probablemente recuerden si nos gusta poco o muy hecho ( y las madres recuerdan eso por muchos hijos que tengan). Esas madres haciendo torres de filloas o de torrijas (poneos un día a hacerlo y me diréis)
Cocinar es un acto más, que nos dice quiénes somos y cómo hemos decidido vivir.
Pero, por encima de todo ello, cuando cocinamos para otro, o nos tomamos en consideración a nosotros mismos, me parece una forma de decir, “te quiero”.

El amor tiene muchas caras, a veces es cuestión de entender el idioma en el que habla.

domingo, 7 de junio de 2015

Sandía en el Puente Vallecas. Las persianas verdes

Sucedía en algún momento de finales de mayo y principios de junio, amanecía un día de sandalias y la estación se había marchado como quien deja atrás la página de un libro. Ese día comenzaba el calor y no nos abandonaba hasta septiembre.
Se sabía que empezaba el verano porque a la una y media, cuando llegábamos del cole, mi madre bajaba las persianas verdes de los balcones para que no diera el sol espartano del Puente Vallecas.
Otro síntoma inequívoco de la llegada del verano era ver andar a mi padre con la camisa interior de tirantes, comiendo sandía en el balcón, mirando casi siempre al bulevar.

Por las noches regaban las calles, tarde, hacia las doce. Me parecía fascinante. Me colaba entre mis hermanos, en el balcón, y nos quedábamos a mirar a ver si nos regaban. Luego a la cama. En verano en mi casa se le daba la vuelta a la almohada y dormíamos con los pies en la cabecera, para que nos llegara más aire. Era un ritual más y me encantaba, porque desde los pies de la cama, veía un trocito de cielo que dejaba el piso de enfrente.
Ese mágico día en que se empezaban a bajar las persianas a medio día, las puertas de nuestras casas quedaban abiertas a excepción de la hora de la siesta, y el patio bullía con la vida propia de las corralas. Hasta que no fui mayor nunca tuve conciencia de lo afortunada que fui por criarme en un sitio así, en pleno corazón del Puente Vallecas en los años duros de la heroína y a escasos metros de la monstruosa M30. Nos criamos en un entorno muy similar a un pueblo, jugábamos en el patio, las vecinas miraban por nosotros. Era menos cárcel que un piso.

Andábamos jugando con los huesos de los albaricoques, para hacer silbatos. Todo el día sentadas en las escaleras. Las tardes eternas, contando atrás los días para ir al pueblo, donde éramos radical y definitivamente libres. Siempre me dieron pena los niños que no tenían pueblo ni patio. “El verano en Madrid”, pensaba, “debía ser peor que un suplicio”.
Sucede a veces, en esta época, que salta como un resorte cierto recuerdo corporal de aquella época, la energía fuerte y luminosa del verano.
Sucede a veces, en esta época, que un poso de nostalgia se instala en las alas del pensamiento.

No es el idioma de las palabras el que cuesta aprender, sino el modo en que se expresa la vida.