domingo, 14 de junio de 2015

Croquetillas de jamón. El amor y sus formas

Que no cuento nada nuevo lo sé, pero el otro día metida en los fogones, cobró fuerza este pensamiento de a veite duros.
Más que la ropa o la música, de un modo menos impostado, lo que sucede en nuestra cocina habla de nosotros con absoluta claridad.
Supongamos tres frigoríficos:
a/  Lasagna precocinada, un tomate a punto de morir y jamón york pasado. Una bolsa de pan de molde, mantequilla y dos paquetes de salchichas jumbo. Leche semi.
b/ Calabacines, berenjenas, tomates, lechuga, tofu y un poco de guiso de alubias que sobró. Leche de avena, tortitas de frutas y semillas de lino molidas.
c/  Pescado adobado para hacer al horno, leche entera y desnatada, fresas con nata en una ensaladera, filetes de ternera, verdura, tomates, caldo y marisco preparado para hacer paella, jamón serrano y queso, dos lechugas y doce yogures.

Estoy casi segura de que le podemos poner nombre y apellidos a cada una de esas neveras. Por algo será.
Cocinar, es una parte necesaria (en términos relativos) de la vida, pero lejos de ser sólo un modo de procurar combustible para nuestros motores, es un acto lleno de profundidad. Una expresión del vivir, de pensar, de la manera en que entendemos el mundo.
Lo que sucede en nuestras cocinas a veces es también un reflejo de nuestra biografía. Y si no, ¿Cuántas veces en pareja, no se ha discutido sobre el modo de freír las patatas, hacer las croquetas o sobre lo que debe llevar una ensaladilla? El clásico “en mi casa no se hacía así” o “Igualita que la de mi madre”, tocan núcleos muy duros. Jamás le digáis a nadie “a mi madre le sale mejor”.
Incorporamos platos de los sitios que hemos visitados y los pasamos por nuestro propio filtro, esas sardinas tan ricas que probaste en Grecia, el raxo de Betanzos,  el falafel que comimos en Turquía.
Asimilamos influencias, quizá de gente a la que queremos o admiramos, e incluimos sus platos a nuestro repertorio (Pienso en los canelones de Conchi, en los boquerones de Mayte, en el pastel belga de mi tía Trini, en la fideuá de su vecina de Valencia, en la empanada de mi vecina, en el caldo de Maria Jesús).  De tal modo, que nuestras recetas acaban siendo un crisol de relaciones sociales o de nuestra inquietud vital, incluso de la ausencia de las dos cosas.
Nos manifestamos como carnívoros, como vegetarianos, como comprometidos con el comercio local, como consumidores absolutamente irreflexivos cuando no se nos ocurre mirar ni una etiqueta o saber de dónde procede lo que comemos. Nos expresamos como hedonistas o como ascetas, como seres pasivos o personas que deciden sobre cómo quieren vivir conscientemente.
No comprar o pedir la cabeza de la merluza pensando en las kokotxas, es un modo de tomarse la vida. Imaginarse una salsa para esa ternera.
De entre todo eso que caracteriza el cocinar, me parece especialmente bonito cuando cocinamos para otros, porque ya de entrada y antes de entrar en harina, comenzamos regalando pensamientos a las personas para las que vamos a cocinar.
Se piensa en lo que le gusta a esa persona, en qué alimentos hay de temporada, en cómo se va a hacer, en cuándo se va a comprar. Miramos recetas, o nos intentamos acordar de “aquella vez que le gustó tanto no sé qué en aquel sitio”. Si se cocina habitualmente, además,  se tienen en cuenta, raciones que llevamos comido de carne, verdura o legumbres.
Aunque lo hagamos con destreza, desde el mercado hasta el plato, empleamos atención y tiempo en que esa obra efímera le guste a la persona que tenemos delante. Usamos creatividad, habilidades y memoria hasta para hacer unas lentejas o dejar el solomillo en su punto.
Cuando alguien nos pone delante un plato de caldo (galego) nos pone delante muchas horas, quizá ir a por las berzas, lavarlas, cortarlas, seleccionar la carne, haber puesto el día anterior las fabas a remojo, ir a por las patatas, saber hacer y darle la cocción necesaria. Un buen pisto manchego hecho con tiempo. Si nos presentan un filete a la plancha, probablemente recuerden si nos gusta poco o muy hecho ( y las madres recuerdan eso por muchos hijos que tengan). Esas madres haciendo torres de filloas o de torrijas (poneos un día a hacerlo y me diréis)
Cocinar es un acto más, que nos dice quiénes somos y cómo hemos decidido vivir.
Pero, por encima de todo ello, cuando cocinamos para otro, o nos tomamos en consideración a nosotros mismos, me parece una forma de decir, “te quiero”.

El amor tiene muchas caras, a veces es cuestión de entender el idioma en el que habla.

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