jueves, 2 de julio de 2015

Conversaciones con Manu. El banquete.

Esta entrada surge a raíz de una conversación con Manu, donde le contaba mi idea del Banquete de la vida. Así que, ambos decidimos hacer una entrada sobre la misma metáfora. Aquí tenéis la forma en que lo desarrolló él. Ciertamente, siempre me sorprende el hecho de que sea capaz de ver la idea más lejos de lo que la veo yo (que soy bastante más miope para estas cosas)
Aquí os dejo mis desvaríos.

"La gran risa liberadora de quien comprende que la alegría llama a la adhesión a la realidad, a la celebración del cuerpo, a lo vivo , inmanente y concreto"
                                    Michel Onfray, Las sabidurías de la Antigüedad. Contrahistoria de la Filosofía I

 Todo comienza, con un poco de suerte, con la teta de mamá. Un sabor dulce y cálido que nos conecta. Probablemente nuestro primer contacto con ella, con la vida.
Lo oral, fuente de placer gastronómico y sexual,  quizá sea también  un modo de acercarnos al mundo, ya que lo conocemos, en parte, a través de lo que comemos. Una comida es un pequeño fragmento de realidad, alguien que nos cuenta una historia, o nosotros mismos los que nos la contamos.
La primera vez que pensé esto fue a raíz de convivir con una chavala de unos  17 años  con serios problemas para comer, para probar cosas nuevas. Casi se diría que era miedo. ¿Qué había detrás de ese miedo a comer una cereza, un trozo de calamar o un poco de zanahoria?
No salía de los sabores básicos de su casa. Sabores muy claros, muy definidos y en cierta manera predominaba lo neutro entre los alimentos que elegía. Las texturas secas, sin matices. Pollo, salchichas, tomate frito de bote, espaguetis y arroz. Era como no querer salir de la zona de confort, ese miedo a lo desconocido y un claro rechazo a lo diferente.
La negación tan rotunda me tenía francamente confundida y cabreada. No me entraba en la cabeza que alguien no tuviera la más mínima curiosidad por saber cómo sabía el tomate o la sandía. Pero la respuesta la fui viendo a medida que me percataba de que esa negación por probar cosas diferentes era en cierta manera paralela a una cierta timidez o miedo a salir del mundo conocido.
No pretendo hacer una ley de esto, ni mucho menos. Sólo creo que quien se niega a probar sabores diferentes por sistema, se niega a conocer una parcela de la realidad. Los alimentos como tantas cosas, están ahí y de nosotros depende disfrutarlo o hacer un problema de ello.
Por medio de la comida podemos ampliar horizontes, conocer el modo de vivir de una determinada región (que esto da para otra entrada), desarrollar la sensibilidad, el olfato, la vista y nuestra capacidad de goce. Probar texturas nuevas, combinaciones, se me antoja un excitante viaje por el mundo.
Un día en una comida monumental de estas que hay en Galicia, me acordé que leí hace tiempo que el paraíso para los celtas era un banquete donde la comida no se acababa nunca. No sé la veracidad de esto, porque venía en un libro de 100 pesetas que me compré hace mil años.
El caso es que sin saber muy bien cómo, cristalizó en una metáfora:  y es que la vida, esta vida, me parece un gran banquete.
Lo vi claro en esa fiesta. La comida en cuestión se prolongó hasta la noche, entonces se sacó la cena, cachola (cabeza de cerdo salada y cocida), lacón, chorizo, jamón, en fin, manjares. Por la noche tuve la suerte de sentarme al lado de lo que me pareció que era el Gran Hedonista. Un hombre que destilaba una gran capacidad de goce en todos los sentidos posibles. Cogió la enorme cabeza de cerdo y fue cortando pequeños trocitos de carne de partes poco accesibles, me fue dando a probar, decía “esta es la mejor parte”, partía carne y la ponía en trozos de pan casero. La carne era jugosa, tierna, en su punto de cocción y de sal. Él llenaba mi copa de vino y contaba chistes. Reía con una gran proyección de voz. Era una de estas personas que no pasan desapercibidas.
Cogía un poco de cada cosa, elegía el queso como un policía tras una pista, miraba qué chorizo coger. Era una gozada verle comer y poder participar de esa sabiduría.
Así que, lo vi claro, la vida me parecía un gran banquete. Comerse la vida es un modo de conocerla y de estar en ella. Se puede disfrutar de lo que nos ofrece o quedarnos en un rincón con un canapé de salchicha y bacon.  Elegir hablar con todo el mundo o quedar en pequeño grupo. Catar todos los caldos o ir a lo seguro. Vivimos en cierto modo de la misma manera que nos comportamos en un banquete.
En un banquete, hay pocas personas que saben cuando hacer una parada. El arte de beber y comer con moderación pero sin renunciar a ese puntillo alegre y probar todos los platos.  Para poder hacerlo hay que saber qué sucede en nuestras cuerpas (que dirían los CxC), poner sentido común y a veces fuerza de voluntad para parar. Todos sabemos que la línea entre disfrutar y sufrir es muy delgada y admiramos a quienes tienen la maestría de disfrutar all night long  sin drogas.
 De igual modo se me figura una correspondencia en la vida que llevamos, pocos viven con conciencia del momento y menos aún toman decisiones mirando de frente. Ahora le llaman Mindfullness, pero desde el budismo siempre se ha hablado de este tema. Estar en el aquí y ahora, sin huir.
La metáforas son difíciles de explicar.Quizá en este banquete no se sabe muy bien qué pintamos y de haberlo sabido antes nos habríamos depilado. Quizá no sea la mejor fiesta del mundo, pero ya que estamos aquí habrá que divertirse.
Sólo veo claro que cuanto más pruebo de lo que hay más me gusta y hay ahí un par de personas a las que aún no he saludado.

Ahora vuelvo.