domingo, 27 de enero de 2019

Sabor amargo

No me preocupa el sabor amargo que va adquiriendo el alma, me preocupa más que la costumbre se adueñe del resto de sabores y los toque a todos. Me preocupa no saber distinguir si es el sabor normal de los frutos de otoño, que vienen algo tempranos, o si es que se ha deslizado una gota que ha enturbiado la corriente.
La luz no es tan intensa como al mediodía, no es tan cegadora y permite mirar de frente. ¿Alguna vez lo hice de otro modo? Hasta ahora creía que no.
Va cayendo la tarde, con ella la fe y a ratos, la esperanza. Se va apagando la alegría ingenua a fuerza de ir diciendo adiós, sopesando que la regularidad en el tiempo no es tan cíclica como se pensaba. Una espiral va empujando hacia fuera los días, la infancia, el verano.
No es el sabor amargo, que quizá sea fruto del otoño o de la tierra que va ocupando los huecos que antes eran aire y fuego, es el temor a olvidar cómo era cuando todo sabía de otra manera. Es quizá el miedo a no poder volver atrás.
Nadie pasa por la vida sin vestirse algo de negro por dentro y no, no es el negro, lo que me preocupa es olvidar los colores.
Los frutos de otoño son telúricos, la esencia última del sol del verano. Todos los elementos caben en una semilla. ¿Sabré encontrarla?
No es el invierno lo que me preocupa, es no saber entender lo que me tenga que decir el sabor amargo y el color crepuscular del final del verano.


lunes, 7 de enero de 2019

Divagaciones pesimistas para una tarde de invierno


Me vuelvo con la intuición (a falta de una palabra que lo defina mejor) de la vida como un caminar en precario equilibro. Todo se puede desmoronar rápidamente y sin avisar porque, aunque parezca una vida sólida, estamos a merced de fuerzas más intensas que cualquiera de nosotros. La muerte y la vida se abren camino al margen de nuestra voluntad. Como decía la canción, somos “polvo en el viento”, aunque a veces nos sintamos en la cima del universo.
Asomo la cabeza a esa intuición con más miedo que valor. Ciertamente, sé que si tuviera la fortaleza necesaria para enfrentarme a esa Verdad, quizá sería capaz de vivir de un modo más libre. Me sobrecoge pensar en la fragilidad de nuestras vidas mecidas implacablemente por el transcurso del tiempo. Un foto tomada ayer por la mañana anunciaba la alegría, pocas horas más tarde todo ha quedado barrido sin piedad instante tras instante. Ya solo queda la fotografía.
Y sin embargo nos quedamos agazapados atemorizados como un animal deslumbrado por los faros de un coche en mitad de la noche. En el mejor de los casos corremos de nuevo hacia la oscuridad, en el peor la verdad nos pasa por encima. Pero ahora que lo pienso bien, es mentira que nos pase y nos arrolle, porque tarde o temprano podremos seguir andando como si nunca lo hubiéramos pensado. La verdad que remueve cimientos se olvida pronto. 
No es el paso del tiempo, estrictamente hablando, lo que me asusta, sino la fragilidad de nuestros castillos de naipes. Y ojalá fuera capaz de no aferrarme a su forma, ojalá pudiera vivir sabiendo que igual que ahora camino sobre la cuerda, podría caer en cualquier momento; que la más leve brisa se puede llevar el castillo que voy construyendo. Si fuera capaz de vivir sabiendo que a veces caemos y a veces nos levantamos y alguna vez nunca lo haremos, quizá le miraría de otra forma a la vida. Pero amar es acariciar una imagen, es abrazar el calor aquí y ahora, es desear más. Amar implica que el tiempo se detenga y dejar que nos ilumine igual que la verdad, pero creyendo que nunca cesará. Luego la vida nos reposiciona de nuevo en la fugacidad.
¿Cómo se puede seguir viviendo sabiendo que nada tiene más sentido que lo que ahora hacemos, queremos y pensamos? ¿Cómo seguir viviendo sabiendo que nada durará? Caminando en ese precario equilibrio y con bastante miedo a saltar, no como lo hizo el funambulista de Así habló Zaratustra. A fin de cuentas somos “demasiado humanos”.