No me preocupa el sabor amargo
que va adquiriendo el alma, me preocupa más que la costumbre se adueñe del
resto de sabores y los toque a todos. Me preocupa no saber distinguir si es el
sabor normal de los frutos de otoño, que vienen algo tempranos, o si es que se ha
deslizado una gota que ha enturbiado la corriente.
La luz no es tan intensa como al
mediodía, no es tan cegadora y permite mirar de frente. ¿Alguna vez lo hice de
otro modo? Hasta ahora creía que no.
Va cayendo la tarde, con ella la
fe y a ratos, la esperanza. Se va apagando la alegría ingenua a fuerza de ir
diciendo adiós, sopesando que la regularidad en el tiempo no es tan cíclica
como se pensaba. Una espiral va empujando hacia fuera los días, la infancia, el
verano.
No es el sabor amargo, que quizá
sea fruto del otoño o de la tierra que va ocupando los huecos que antes eran
aire y fuego, es el temor a olvidar cómo era cuando todo sabía de otra manera.
Es quizá el miedo a no poder volver atrás.
Nadie pasa por la vida sin
vestirse algo de negro por dentro y no, no es el negro, lo que me preocupa es
olvidar los colores.
Los frutos de otoño son telúricos,
la esencia última del sol del verano. Todos los elementos caben en una semilla.
¿Sabré encontrarla?
No es el invierno lo que me
preocupa, es no saber entender lo que me tenga que decir el sabor amargo y el
color crepuscular del final del verano.