Al hilo de las ensoñaciones...

martes, 24 de febrero de 2015

Lonely runner

(Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Esta historia no está basada en hechos reales(?)

Aquella noche el gato no había pasado aún. Pese a que era un ser libre, guardaba unos férreos hábitos en cuanto a qué sitio del sol o de la sombra ponerse. Por las noches pasaba al huerto de enfrente a visitar a la gata de mi vecina.
Esa noche aún no lo había visto. Una que también era de hábitos regulares, ya saludaba al gato como parte del ritual. Siempre me quedaba un rato mirando las luces del pueblo vecino reflejadas al otro lado de la ría, mientras me ataba las zapatillas para salir a correr. Horarios kantianos.
En esa realidad inmóvil se sucedían mis días y mis noches, en una especie de calma chicha que a veces me hacía contener la respiración deseando que algo extraordinario sucediese. La vida no me solía sorprender, a veces pensaba que era mejor así, porque el devenir de las cosas tenía un extraño sentido del humor, como decía Sonia.
Dejaba pasar mansamente el tiempo entre platos de verduras y largas carreras con climatología variada. No obstante, el germen de la curiosidad y de la vida había prendido en tierra fértil hacía muchos años. La estabilidad de las aguas y el abono de las noches en silencio, no hacían sino alimentar la semilla. Y crecía. La tranquilidad me estaba empezando a crispar.
Habitualmente corría tarde, salía de trabajar a las diez de la noche, comía una pieza de fruta al llegar a casa y me iba a correr una hora. Era la mejor manera de quitarme esa asquerosa sensación de fritanga acumulada todo el día. El hastío de aguantar gente y tapas baratas iban quedando atrás a medida que me ardían las piernas y la respiración se acompasaba al ritmo de la carrera. Disfrutaba tanto esa hora del día, que solía ser una motivación para aguantar la insufrible hora de nueve a diez, donde bajaban al bar las almas en pena que no soportaban la soledad o la falta de comunicación en sus casas.
Apuré el momento un poco más para ver si veía al gato, pero en vista de que no aparecía me hice una coleta y un último vistazo en el espejo, que devolvió la imagen de una mujer joven muy cansada y muy harta.
Programé el gps, la playlist de estreno de la semana (otro aliciente para aguantar en el bar) y comencé a trotar suavemente. El ambiente era la mar de extraño, no era sólo que no apareciera el gato, el pueblo, que en invierno gozaba más bien de poca vida, parecía más desierto aún.
Crucé la esquina hacia el restaurante de Manolo. Normalmente cerraba una hora antes que nosotros, pero quedaba un rato fumando a solas y viendo revistas porno con un “veterano” antes de subir a casa con su mujer. Me solía decir, “Ay Aniña, estos placeres de vello verde sonche a salsa da vida”. Manolo ya había subido y no se veía la luz de la tele de Tere.
Continué por la avenida principal, siempre me encontraba a Doña Maruja con el perro apestoso. Nada. Lo más seguro es que hubiera esperado a los anuncios, esa noche ponían “Velvet”.
El silencio era tan apabullante que me empecé a sentir muy incómoda. Ni una sola alma en pena en toda la calle. Había algo inquietante en el pueblo y no acertaba a decir qué era. Seguí corriendo, aligerando el ritmo, pasé por delante del “Tapas”, el Eroski… ¡Dios! No había luz en niguna casa. ¿Cómo era posible?. Decidí bajar y desandar lo andado, quería comprobar si Mario, tenía la luz encendida. El insomnio de Mario era provervial, conocido fuera de las fronteras del pueblo, lo habían sacado incluso en la tele. La increíble historia del hombre que dormía dos horas al día. Para mi sorpresa, tenía la luz apagada. Era imposible, absolutamente imposible.  
Volví hacia el Eroski para subir a la parte alta del pueblo porque siempre había bares que cerraban más tarde que nosotros y más gente, más casas. La maldita quietud me estaba desquiciando. ¿Era posible que fuera la única habitante de todo el pueblo? Nadie, no había nadie. Ni un bar abierto, ni una luz en ninguna ventana. ¿Era todo una broma macabra? ¿Es que no había ni gatos?.
La carrera se convirtió en un sprint desesperado por todo el pueblo buscando alguna señal de vida. No pasaban coches por la carretera. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Iba a haber una catástrofe nuclear y yo no me había enterado? Estaría bien el asunto, quedarían mis cenizas calcinadas en un montón miserable mientras el resto estarían a salvo en sus refugios.
Corrí hacia el otro extremo del pueblo, que hacía una forma de “T”. Tampoco había ni coches ni luces.
¿Habrían desalojado el pueblo ante un inminente tsunami? Necesitaba una respuesta.
Al cansancio de la carrera desesperada se le sumaba la angustiosa sensación de ser la única superviviente sobre el planeta tierra. No oí el tren.
Para, para, aquí está pasando algo muy chungo. ¿Me estaría volviendo loca? ¿Habría desconectado definitivamente de la realidad y vivía en la eterna noche de los que ven con otros ojos? ¿Habría habido un asesinato masivo? ¿Cuestión de extraterrestres? Mi cabeza comenzaba a pensar a toda pastilla.
 Me dirigí a la parte baja del pueblo, en la playa grande siempre había algún paseante con perro. Quizá ya hubiera salido Doña Maruja con el apestoso. A esas alturas, ya había empezado a asimilar que no había nadie. Ya estaba posicoionada en el modo guerra, supervivencia. Decidido, bajaría hasta la playa grande y de ahí subiría al pueblo de al lado.
Nadie, la playa estaba desierta, no había coches, ni aparcados ni pasaban. Corrí cinco kilómetros más hasta el pueblo de al lado. Nadie.
No sabía que había sucedido, pero era posible que se hubiera extendido... Tenía que pensar, tranquilizarme.
Un grito salió desde lo más profundo de mi desesperación. Nadie contestó, ni los perros, nadie.
Volví al edificio con una angustia desconocida, era un miedo primitivo, ¿Y si fuera la única persona de la tierra? ¿Y si hubiera desaparecido todo el mundo?
Saqué las llaves de casa, con un nudo en la garganta y el corazón latiéndome a mil por hora cuando de pronto algo suave me acarició las piernas.

Un ronroneo. 
Miau.

viernes, 20 de febrero de 2015

Bocadillo, libro y manta.

Pura promesa y libertad de todo lo que está por acontecer, el ahora más radical.
Años que no pasan y guardan un fragmento de verde y luz en un rincón cálido de la memoria.
Está almacenado en el cuerpo y permanece intacto porque hace siglos que nos olvidamos de él. Quizá por eso resistió al desaliento y la amargura no penetró en su esencia. Reside como ese pequeño grano de arena aguardando a que en algún momento construyamos un castillo.
Indago en ese trozo de luz de cuando éramos pequeños.
Como si la Emperatriz Infantil nos lo hubiera regalado a todos bajo la súplica de construir de nuevo Fantasía, lo posamos fervientemente con los libros de aventuras y la goma de saltar, para empezar a crecer.
Hasta hoy. Hoy ha sido nítido, un recuerdo que ha desbordado las alertas de adulta superada. Esa cálida sensación se ha alojado el tiempo suficiente como para excavar en la memoria. Sólo estaba dormida.
La alegría infantil de la tarde del viernes. Diáfana.
El bocadillo, el libro y la manta.

jueves, 12 de febrero de 2015

Aquello a lo que no teme el gato

Elegante, ágil, grácil, fiero, valiente, hedonista. Una criatura que sabe obtener placer de todo cuanto hay en su entorno, un tejado al sol, en el mejor sito del sofá, en un pajar escondido y cálido, a la sombra de una parra en verano, a los pies de la cama, sobre el cuello de su alimentadora. Come lo que quiere y cuando quiere.  Genios del chantaje emocional que nos controlan y lo sabemos.
Inquilina
Gatos, esos seres sin término medio, excesivos y voluptuosos.
Evalúan el peligro de manera bastante acertada, pelean o huyen, pero huyen enseñando los dientes. No se someten, como mucho te adoptarán como parte de su territorio, nunca por debajo. Puede que te hagan creer que mandas tú, pero sólo cuando necesitan que tu ego se sienta agradecido para conseguir algo para ellos.
Si saben que tú eres su alimentadora en la vida, que siempre que quieren tendrán una caricia garantizada o la puerta libre, serán animales felices y despreocupados.
A diferencia de un niño pequeño, los gatos aprenden mucho más rápidamente qué persona les va a proporcionar comida, refugio y amor. Es cuestión de vida o muerte para ellos. Las señales no son equívocas, o me cuidas o no, y en tal caso nada me une a ti, puedo buscarme la vida.

Un niño en cambio, es un ser mucho más dependiente y durante más tiempo. De que reciba atención cuando lo precisa, puede depender su propia supervivencia. 
Esta debilidad estructural es en lo que se basa nuestra sociabilidad y en cierta medida es nuestro talón de Aquiles. Quedamos a expensas de la pericia como padres de nuestros progenitores, y bajo el imperativo de sobrevivir, se irá modelando el carácter.
En cierto sentido, la infancia a veces se convierte en el largo trayecto de la domesticación y la sumisión. Por nuestro bien, claro está, pero sometimiento a fin de cuentas.  Hay un aprendizaje que atormenta a madres y niños, la comida. Una forma primitiva de relación, quizá la más básica que comienza con el amamantamiento y que se prolongará en algunos casos hasta el resto de la vida. Madres proveedoras.

La educación, salvando honrosas excepciones, acaba siendo una perversa forma de dominación. Aprendemos cuándo hay que tener hambre, qué comer y cuánto comer. Un hecho que podréis pensar que estoy sacando de quicio, pero no respetar[1] ciertas alertas como el hambre o el asco profundo a un alimento y obligar, es dominar no educar.

Turing y Hobbes
A fuerza de tener estándares externos acerca de cuándo parar de comer, averiamos el sencillo mecanismo interior que poseemos cada uno, la sensación de saciedad. En palabras más sencillas, por estándar externo entiendo (entre otros) que alguien desde fuera nos obligue a comer un poquito más o un poquito menos, a no comer aunque no tengamos hambre o a comer cuando no la tenemos.
 Ignorando sistemáticamente nuestras propias (y eficientes) alertas fisiológicas, las sensaciones corporales más básicas acaban siendo algo a lo que ignorar y una herramienta “inútil”.
La domesticación pasa por saber cuánta agua beber aunque no se tenga sed, cuándo hay que dormir aunque no se tenga sueño, cuándo ser fuertes aunque lo que queramos sea llorar y salir corriendo. Aprender a callar para no molestar, a decir si aunque queramos decir no, a taparnos porque el desnudo es feo, a no tocarnos porque eso no se hace, a tener vergüenza del cuerpo, a follar según los paradigmas dominantes y a decir “hacer el amor” en vez de follar; a  tener miedo, porque el miedo se aprende y si no, que se lo digan al pequeño Alberto.

Como todos estudiamos alguna vez, hay un tipo de aprendizaje que se basa en recompensar las conductas, de tal manera que tenderán a repetirse aquellas que van seguidas de un refuerzo positivo o evitadas las que van seguidas de uno negativo. También os sonará lo de “la letra con sangre entra”. “Vurro”, capón “vurro” capón, “Vurro”, capón. A la tercera, “Burro”. O “Te lo comes todo”, beso, “te lo comes todo”, beso, “te lo comes todo”, beso. A la tercera: revientas, pero te lo comes todo.[2]
El gato quiere comida, sabe hasta dónde comer y es libre de hacerlo, si es que le dan comida. Sabe que no le van a querer más o menos por lo que ingiera, y de ser así, probablemente le diera igual. Nuestro amor no es básico para su supervivencia, sólo nuestra comida.
Pero… ¡Ay amigo!, un niño eso no lo tiene tan claro, el amor de sus padres, durante un tiempo va a ser crucial para que sobreviva o no. Es un ser dependiente, frágil y va a perseverar en la existencia sea como sea, y si es mediante la sumisión, amén.
Pasa la vida y  aprendemos, a fin de cuentas, a ser adultos e ir olvidando cuanto de gato pueda haber en nosotros.  Saber porqué no tiene miedo el gato puede ser un punto de partida, ese o encontrar un buen motivo, un buen lugar, una buena compañía, una buena comida y ronronear…






[1] Por favor, no desearía que pensarais que estoy incitando o defendiendo que un niño coma lo que quiera, ya sea una cocacola a las 10 de la mañana o desayunar pizza. Sino el respeto a sus sensaciones de hambre y saciedad con amor, afecto, cuidado y dentro de una educación acerca de comer de un modo saludable adaptándose a gustos y motivando a probar nuevos sabores.
[2] Es simple lo sé, pero esto daría para un libro y hay que acotar. Un día si quieres lo hablamos tomando un café.

jueves, 5 de febrero de 2015

Voces residuales. "Qué hace una chica como tú en sitio como este"

Un hecho simple te saca de bucle. Notas una sensación de cierto escozor y calor en la garganta y en los pulmones, es como si abrasara un poco, pero da igual; te cae el sudor por la frente y el cuello, cae en los ojos, te notas arder, pero lo ignoras y sigues corriendo. Ese es el hecho.
Así que de pronto, sin más, caes en la cuenta de que pese a esa sensación en los pulmones, sigues corriendo, y automáticamente la voz residual se debilita, tus pisadas y la firme determinación de tu respiración suenan por encima de los poltergeist que te chillan que pares.
 Sigues corriendo, puedes correr. La alegría inunda la frente, como el sudor. Te gusta correr, corres. Y una sensación aérea y efímera se instala en la nuca y su electricidad se expande por tus extremidades durante un tiempo brevísimo.
Las personas con sobrepeso, hemos desarrollado estrategias en el pasado que nos han ayudado enormemente a sobrevivir en un mundo donde, estar obeso está castigado con la humillación en todas sus formas ( y son muchas).
Aprendes a hacerte fuerte, a defender tu identidad, esa donde te han/has ido colocando. Si está asimilado que eres gordo, te defiendes como gordo, con orgullo siempre que sea posible.
Aprendes qué tipo de miradas pueden ir seguidas de un insulto o un bienintencionado “tienes que adelgazar”.
Llegas a asimilar que lo tuyo es más la literatura que el fútbol, y más el cine que la montaña. Digamos que la imagen corporal va acompañada de otros rasgos identitarios, y por asimilación los haces tuyos.
Hay que tener en cuenta, que no se disfruta del deporte cuando sufres, que nadie quiere en su equipo a alguien si no es rápido, y mucho menos para jugar a un rescate. Poco a poco creo que se va cambiando en ese aspecto, pero es comprensible que alguien con sobrepeso rechace el deporte tal y como se ha venido entendiendo hasta ahora.
Entonces, un buen día, poseída por el demonio y en plan niña del exorcista, te calzas las zapatillas y decides salir de tu zona de confort. Dejando una identidad y un buen puñado de prejuicios atrás. A ver qué pasa…
Vaya por delante que ya está asimilado de antemano que no vas a ser la más rápida, ni la más elegante, ni la mejor vestida. Que no compites con nadie, y que te la soplan todas las miradas. Sabes a lo que vas, a correr porque sí y punto.
Pero cuando estas a punto de entrar en combustión espontánea, una voz residual te dice con muy malas maneras que pares. Que ese no es tu sitio, que leas a Simon de Beauvoir frente a una taza de café de Veracruz y un cigarro de liar. Esa voz, fue operativa bastantes años, era funcional, pero ya no. Es un eco reminiscente del pasado que pretende preservar tu identidad.
De vez en cuando, cuando salgo a correr,  Burning canta en estéreo dentro de mi cabeza esa de:  “qué hace una chica como tú en un sitio como este. Los años te delatan nena, ¡ja! Qué has venido a buscar…”. Su mueca burlona de tío duro pegada a mi cara… La sensación y la vergüenza de ser la última y la más lenta, es algo que suele acompañar a una por muchos años que pasen.
Te adelanta un flaquito una mañana de domingo, esas piernas bronceadas, ese cuerpo fibroso y aéreo, mientras tú y lo que percibes como “tu enorme culo”, vais a un ritmo trotador de la pradera.  ¡Qué sensación señores, qué sensación!, por un segundo piensas “bueno y hasta aquí mi historia, me voy a pasar la aspiradora, que es domingo”, durante un par de minutos crees que se acaba el sueño, te despiertas y en realidad nunca has corrido más de un minuto seguido.

Pero de nuevo el hecho, como una sonrisa implacable, como una epifanía, amordaza a Burning y a los poltergeist que le hacen los coros.  Respondes, como en esa poesía de Walt Whitman, “que estás aquí”, que es domingo, que el mar está precioso y que me siento de puta madre y eso, ¡Ja!, eso, es lo que he venido a buscar.

Voces residuales que se colocan cual mosca cojonera detrás de la oreja, instándonos a parar. Prejuicios como losas que se apartan a fuerza de pulmón. Pero hay algo simple en correr, es algo elemental y primitivo, como rascarse un grano, sacarse pelotillas de los dedos de los pies, mirar la luna o coger conchas marinas. Un hecho de pura presencia, acción. Aquí y ahora, y ante el aquí y el ahora, las voces residuales tienden a quedar amortiguadas con el sonido de las pisadas.

Chúpate esa Burning.