A veces la música conecta con necesidades. Unas veces
potencia sentimientos de tal modo que, una vez han sido amplificados, no queda más remedio que enfrentarse a ellos.
Otras veces es reparadora y alivia los grises.
Más allá de la terapéutica, la música deja al descubierto
zonas desconocidas de la anatomía sentimental, partes que ni se sabían. Es capaz de arrojar luz sobre los angulosos
huecos de la identidad de quien la escucha. ¿Por qué esa pieza? ¿Qué
contaba el compositor? ¿Qué necesitamos escuchar?.
Un oboe se hace camino entre el resto de instrumentos, muy
despacio. Y sin saber muy bien cómo, un extraño diálogo se establece
entre quien escucha y quien interpreta. Así la soledad parece menor, a ratos
hasta se olvida. Alguien ha leído por dentro y ha sabido traducirlo sobre una
partitura.
Siempre he envidiado a quien podía expresarse con notas
musicales o con la pintura y el dibujo. Las palabras, aún sin quererlo, obligan
a dotar de orden lo que se quiere decir, hasta la poesía está encorsetada en
ciertas formas de racionalidad. Nombrar es representar.
El río de luz de Frederic Edwin Church. Fuente: Wikipedia |
No me extraña que Schopenhauer pusiera a la música en la
cúspide de las artes. Su capacidad expresiva es infinitamente superior a la
palabra, es capaz de atrapar la propia esencia de la Voluntad.
Parafraseando a
Wittgenstein, quizá debamos callar acerca de lo que no se puede hablar, pero
ello no significa que no exista. De hecho, para Wittgenstein aquello de lo que
no habló era lo más importante.
Es una suerte que exista la música para poder conectar de algún modo con ello.