Cuánto podría caber en dos manos
y en una piel. Cuánto, más allá de los límites, podría traspasar los huesos y
volcarse: agua que excede al cauce. Cuánto pueden derramarse e inundarse unos
únicos labios.
Cuánto puede encerrar un único
pecho y cuánto sin saber detrás de los lóbulos de las orejas, en la sangre que
late en las muñecas. Cuánto se puede sentir y de cuántas formas acariciar el
perfil de los otros.
Cuánto palpitar, de cuántas
maneras, de cuántas maneras lamer el dolor ajeno y el propio. Cuál es el
vestido para este pulso que nace y supera y traspasa y sublima, rebasa, llena y
vuelca brutalmente hacia fuera y colma, colma...
Convertida en labios desnudos, en
sexo desnudo, en herida abierta, en sangre que acaricia las piernas, en el rojo
bello y silencio que roza el silencio ajeno. Perdida en este crisol. Pura
exposición que encuentra poder en la fragilidad, lo toma y se alimenta del
cristal del que están hechos los huesos.
Creer en la inmortalidad mientras
el espejismo se fragmenta: dioses nuevos para miedos arcanos. Morimos tantas
veces como renacemos.
En la despedida cabría
preguntarse de cuántas formas nos hospedó el último impulso cuando no quedaba
nadie… Y cuando ya no quedaba nadie, quién calentó la piel.