Al hilo de las ensoñaciones...

miércoles, 25 de marzo de 2020

La escalera


Había llegado tan ilusionado a ese puesto de trabajo, que  habían pasado rápido los años de angustia estudiando. Lo había logrado, tenía un buen trabajo en aquella planta de energía eólica y por fin se podría dedicar a aprender todo lo que no les habían enseñado en la facultad de ingeniería. Atrás quedaba el cálculo y la resistencia de materiales, de frente una nueva etapa de libertad.
Durante los primeros meses se pegó a su compañero y veterano Antonio, le asombraba su saber, su maestría. Podría decirse que le salvó el culo en varias ocasiones en las que, como cualquier principiante, pecaba bien de ingenuo, bien de soberbio. Antonio y sus bromas soeces le acompañaron en las primeras noches de aquel pueblo pequeño sin alicientes. Se quedaban a las cañas después del trabajo y a veces les daban las tantas contando batallas. Ahí fue donde se dió cuenta de que  la barrera de la edad no parecía existir, era algo social. Se llevaban muchos años pero Antonio tenía claramente un espíritu adolescente.
Él en cambio  se veía a sí mismo como un señor mayor en el cuerpo de un hombre joven. La prudencia y el miedo siempre le habían acompañado. Desde que salió de Teruel todo era miedo, miedo a no estar a la altura, miedo a no aclimatarse a Galicia, a estar solo, a morirse de hambre. Con Antonio ese miedo se suavizaba y a ratos casi desaparecía.
En pocos meses aprendió llegando a aventajar en algunas cosas al maestro, quien parecía encantado de recibir savia nueva. La primera feria a la que fue con él y con los de la planta baja fue memorable, volvió al trabajo con una tajada de las que hacen historia. Comieron pulpo y bebieron vino como si fuera el final de los días.  La tarde la recuerda en un sopor etílico maravilloso. Estaba bien ir dejando de ser un niño bueno, auque fuera así, a golpe de tinto y pulpo á feira.
Le encantaba la zona, las playas, la comida, el monte. Para alguien venido de la aridez de Teruel vivir en aquel vergel era un regalo diario. Hasta se había acostumbrado a la lluvia y salía a pasear por la playa, hiciera el tiempo que hiciera. Tenía ganas de retomar de nuevo esa rutina, volver a hacer ejercicio, salir a tomar copas con Antonio y sus colegas, seguir conociendo la zona.
No le iba a dar muchas vueltas acerca de cómo acabó en el mar ni de cómo aquel señor le vio y le sacó del agua el día del accidente. Había decidido que lo pasado, pasado estaba y que quedaba fuera de su alcance. No obstante, algo que le martilleaba desde que había salido de Teruel camino de vuelta a Galicia: necesitaba  saber qué había perdido durante el accidente (si es que se podía llamar así). Pensó en mil opciones, si había dejado trabajo pendiente, si había quedado con alguien, una luz encendida, una camiseta, un pedido de Amazon. Por más que lo pensaba, no sabía qué era. Lo que intuía es que, si en algún momento recordaba lo que había olvidado, quizá sabría cómo pudo acabar en el mar y sobrevivir con la cantidad de agua que llegó a tragar.
Nadie lo había visto, tan solo aquel señor que le encontró intentando sacar la cabeza del mar para no ahogarse. Actuó tan rápido que la deuda para con él sería de por vida. Las cosas como son, fue su salvador. No lograba recordar nada de aquel día y ya se había resignado. El médico decía que era normal, que era un tipo de amnesia retrógrada y que, dado el tiempo que estuvo sin respirar hasta que le reanimaron, era algo de lo más normal.
Volvía una y otra vez sobre su inicio allí, el miedo que llevaba el primer día de trabajo y todos los días antes. Esas semanas fueron una auténtica pesadilla. Desde que le dijeron que le contrataban hasta que firmó el contrato pasó noches en vela. No había salido nunca de casa excepto para estudiar y siempre estuvo en residencia;  nunca había ido al norte, tampoco había trabajado (quitando la granja de conejos de su padre) y, aunque había sido de los cinco primeros de la promoción de ingeniería industrial de su año, el miedo era libre. El suyo por lo visto, demasiado. Tanto era así que durante los quince días antes de ir allí había tenido una pesadilla recurrente en la que bajaba a un sótano con muchas plantas subterráneas. En este sueño lo más característico era que las paredes  y el suelo eran de color crema, brillantes, limpias y relucientes, demasiado limpias, parecía un hospital.  Iba bajando mientras el miedo iba creciendo a lo largo de una escalera que se iba haciendo cada vez más angosta. El temor era tal, que quería salir pero una fuerza extraña le obligaba a bajar contra su voluntad. A cada planta un mal se hacía patente, un mal, otro mal.
En ese sótano, lo había visto con claridad,  era hacia el mal hacia lo que bajaba.  No sabría definirlo, algo indeterminado, dolor, odio, sufrimiento, tormentos, mal gratuito, mal sin razón, violencia. Hacia lo que se aproximaba era la presencia del Mal con mayúsculas. Aterrorizado en el sueño intentaba subir pero como en un ejercicio de magia, las escaleras invertían su marcha y seguía bajando. El miedo era tan atroz que cuando estaba a punto de abrir una puerta, se despertaba horrorizado entre sudores y jadeos. Era el Mal y sabía que estaba presente, sonriendo aguardando a que él abriera la puerta, porque una vez bajabas las escaleras ese mal sabía que eras su prisionero, para siempre. El sueño se repitió muchas noches sin llegar a ver nunca qué se escondía tras la puerta de la última planta del sótano.
Las cosas en cambio en el mundo de la vigilia poco o nada tenían que ver con lo que en realidad fue salir de Teruel e ir a Galicia. Era fabuloso vivir allí y la gente era tan amable, que le hicieron las cosas realmente fáciles... Qué ganas de ver a Antonio y tomarse unos gin tonics con él. Le había llamado todas las semanas desde lo ocurrido. ¡Hasta le habían mandado mejillones por mensajería!
Una parada para comer en la estación de servicio de la Bañeza y una siesta le quitarían el sueño que llevaba. Aún le quedaba una semana de vacaciones que quería aprovechar para ir poniéndose al día con los asuntos pendientes. Sacó la tablet y estuvo abriendo el correo mientras comía sopa de pescado y chuletillas de cordero. En ese sitio se comía fenomenal. Se acordaba del bar que había debajo de su casa, "Casa Manuela", un cielo de mujer que le había tratado como a su hijo desde el primer momento. La verdad es que había tenido suerte encontrando esa casa, se veía el mar, orientado al oeste, unas puestas de sol increíbles, la casa grande y soleada, no se podía pedir más. Lo único malo era el garaje. Aunque bien pensado, no era tan mala plaza, de hecho, no sabía muy bien porque nunca dejaba el coche ahí. La pereza y la tranquilidad del vecindario. Además no helaba como en Calamocha, el clima era mucho más benévolo.
Aún le quedaba un poco más de la mitad del camino y se lo quería tomar con calma. Disfrutó de la comida y luego se fue a dar un pequeño paseo por el aparcamiento para estirar las piernas. Desde que le pasó aquello, de vez en cuando le asaltaban fogonazos, el agua, él mecido por las olas... Y lo inquietante de esos flashes era que no lo recordaba con angustia, como debería ser, sino más bien con cierta quietud y paz. Eso era lo extraño, se había ahogado, había acabado en el mar sin saber cómo y él, que no sabía nadar y había estado inconsciente con los pulmones llenos de agua no sentía temor ante ese recuerdo. Cuanto menos era raro.
La experiencia le había hecho un hombre, le decía su padre. Probablemente vivir solo, aprender a poner una lavadora, bregar con los jefes, aprender a lidiar con algunos compañeros y sacar las narices de los libros, también. Su padre en cambio veía que, a falta de mili, un ahogamientono no había estado tan mal.
Quedaban pocos kilómetros para llegar y no se sentía cansado pese a la cantidad de horas que llevaba conduciendo. El paisaje según entraba a Galicia le espabilaba, esos atardeceres llegando al pueblo eran brutales, la ría, el verde intenso de los montes. Abrió las ventanillas para oler el eucalipto y notó la diferencia de temperatura respecto al calor sofocante de Castilla. Le agradaba la humedad, el olor a ría. María le había dicho que algún día echaría de menos ese olor, cada vez que él se quejaba cuando bajaba la marea. Sin lugar a dudas, ese sitio ya era un poco más familiar.
Anochecía al llegar a casa. Llevaba el coche repleto de túppers y de fruta y lo dejó fuera del garaje para sacar las trescientas bolsas que le había preparado su madre. Una vez arriba, en la casa, y después de colocarlo todo, abrir las ventanas y ventilar, abrió los grifos y comprobó que no había agua. A veces pasaba, algún veraneante cerraba la llave que no era, ya le había avisado la casera. También le había dicho que las llaves estaban en el garaje, antes de los trasteros.
Se quedó un rato sentado en el sillón mirando el mar. No había avisado a Antonio, sería una sorpresa que le daría mañana. Decidió salir a dar un paseo, aún quedaba verano y estaba lleno de gente. Le gustaba más la tranquilidad del invierno. Luego se pasaría por el garaje a abrir el agua.
Hacía fresco para ser verano pero nada que alguien de Teruel no aguantara. Paseó hasta el pueblo de al lado y a la vuelta, a medida que se acercaba hasta casa, una cierta sensación de inquietud le iba creciendo por dentro. Eso que se había dejado olvidado antes del accidente igual no era lo que él pensaba. Había habido un encuentro… eso era, un encuentro desagradable. ¿Fue una pelea? ¿Se había peleado con Antonio? ¿Le habían robado? Era algo desagradable… de eso no cabía duda. Pero también había algo claro en todo aquello, eso que había sucedido, esa ruptura o pérdida, lo que fuera, lo había liberado, porque desde el accidente se sentía mucho más ligero, a veces casi aéreo, llegando a pensar que las preocupaciones y el miedo casi habían desaparecido por completo. Así que, cabía pensar que fue una pérdida buena. Pese a todo le picaba la curiosidad.
Los pasos en silencio, el viento y el sonido monótono del mar le hicieron entrar en una sensación casi hipnótica. Se había alejado mucho pero no tenía prisa por volver. El ruido incesante del mar lo llevaban a evadirse del flujo racional de pensamientos.
Era cerca de esa playa por la que paseaba donde había sucedido todo, en el mar. Ese mar engulléndole y al tiempo el sentimiento de reconciliación con el mundo se materializaban con total nitidez en su cabeza. Por primera vez lograba recordar algo de ese día. Decidió sentarse en el banco del paseo y profundizar en ese recuerdo para evitar que se le escapara. Necesitaba entender.
El agua, cuando cayó, envolvía completamente cada parte de su cuerpo, como un cachorro de mastín que no parara de jugar sin medir sus fuerzas. Le abrazaba y él disfrutaba de su abrazo. Se sentía ligero, como un niño completamente libre. Por primera vez en su vida hacía algo sin miedo, sin pensar que no sería capaz. Disfrutaba en tiempo presente de un fabuloso día de sol de primavera en la playa. Lo siguiente que recuerda es que un hombre estaba a su lado en la arena con cara de preocupación, rodeado de sanitarios que decían al unísono: "¡respira!".
¿Qué había sucedido antes?. No lograba darle forma. Había sido una ruptura, algo terrible y doloroso aunque no podía ser amorosa porque, que él recordara, no tenía novia. Intuía que había sufrido mucho durante esa pérdida. ¿qué podía ser? Recordaba el dolor al separarse, y lo desagradable de la situación, la paz que le siguió luego. Fue justo antes del accidente, justo antes, de eso estaba seguro.
Los pasos en la calle eran casi lo único que se oía, alguna familia cenando dentro de sus casa y algún gato al olor de la comida. Uno tras otro, uno tras otro, cada vez más deprisa. Algo había dejado y lo había dejado en la casa. Lo sabía, era en la casa donde había sucedido. ¡¿qué coño era?!. Era en el maldito garaje. Había pasado allí. ¿Una discusión con un vecino?. Y luego él corriendo a toda prisa, saltando al mar. ¿Qué había sido?.
Se acercaba ya a casa con la conciencia de estar cerca del enigma. Encendió la luz del portal y buscó la luz del garaje para bajar a los contadores del agua, la casera le dijo donde estaban al principio de ir allí, cuando le enseñó la casa. Dio con la luz y abrió la puerta que bajaba por las escaleras. Y allí estaba ese alicatado de color crema, esa odiosa escalera limpia y reluciente que se iba estrechando a cada planta. El sótano de sus sueños se había materializado y sin embargo, él era incapaz de sentir ningún tipo de miedo, lo que sentía más bien era una atroz curiosidad por saber lo que había dejado allí. Eso estaba claro: era en ese sótano donde lo había dejado olvidado.
Era cuestión a analizar el hecho de haber soñado con ese sótano antes de conocerlo, pero lo era aún más bajar por el sitio que, con diferencia más miedo le había dado en su vida y no ser capaz de sentir nada.
Las llaves estaban en una puerta antes de entrar al garaje a la izquierda en la misma planta. Al fondo del garaje estaban los trasteros. No se explicaba quién limpiaría de esa manera tan neurótica los azulejos, era como un hospital... psiquiátrico. De pronto unos gritos atronadores sonaban en la zona de los trasteros. Atravesó todo el garaje oyendo con más nitidez que alguien aporreaba la puerta de uno de ellos pidiendo salir. El garaje estaba completamente vacío, ni un solo coche.
Los gritos se iban haciendo más lastimeros y más intensos y se concentraban en un punto muy concreto. A estas alturas bien sabía de qué trastero salían. Era un desgarro tan terrible que le hubieran helado la sangre a cualquiera... A cualquiera menos a él.
Se paró delante del trastero 17, dudando por un momento ante la horripilante angustia que había detrás de la puerta. La despedida había sido dolorosa, la congoja lo había hecho volver a ser un niño indefenso. La primera vez que bajó aquel sótano lo hizo de la mano del miedo. Ahora, al escuchar sus gritos a lo lejos, sabía que esa compañía nunca volvería a ser un problema.