La tarde bien podría ser de
principios de mayo o incluso finales. Era cálida y tenía el empuje de la
primavera. Un sol ardiente por la contaminación encendía el crepúsculo con
tonos marcianos; cierto aroma de árboles en flor y el preludio de alguna
historia: la libertad, como siempre, se ponía sobre el puente de los tres ojos.
Se volvió a sentar una tarde más
esperando a que sucediera el milagro. En realidad, no sabía muy bien en qué
momento había dejado de esperar, para sentarse sin más en el balcón a mirar los
últimos rayos, de lo que imaginaba, sería el fin de la tierra. Se quedaba en un
rincón minúsculo esperando también a que la cena estuviera hecha. A fuerza de
esperar ni se había dado cuenta de lo silenciosa que había llegado a ser. Contenía
la respiración para que sucediese.
No recordaba lo que esperaba,
quizá hubiera pasado toda una vida y el olvido hubiera hecho mella. Como las
coordenadas del espacio y del tiempo no regían de la misma manera allí donde
ella estaba, los años transcurrían de un modo no lineal. Demasiados años tal
vez. Pese al olvido, por las noches le asaltaba con furia la misma imagen, caía
sin dolor en la acera desde el balcón. A veces se cruzaba con alguna vecina,
otras, huía a toda prisa para que nadie la pudiera descubrir. En el sueño
siempre acababa corriendo (y a veces se perdía) o bien cogiendo un coche, un
coche blanco.
Una mujer se le quedó mirando
desde el bar de la esquina. Llevaba pantalones blancos pirata, zapatos bajos y
camiseta fina de algodón, también blanca; el pelo atado con un gran pañuelo
fucsia y los labios pintados de un rosa intenso. Le sonreía con cierto aire
familiar, al tiempo que señalaba a un punto que no atinaba a ver desde donde
estaba. Mientras, le hacía señas con la otra mano para que se acercase a ella.
Se levantó un poco para ver hacia donde señalaba, pero desde ahí no lo veía.
Miró con cautela la posición de
los pies de la mujer, también su sonrisa, su pecho, la forma de sus caderas.
Examinó con atención el gesto y la forma de mirar. Después se fue al espejo de
la habitación. No cabía duda de quién era: quizá en un futuro había llegado a
ser así. Echó un vistazo rápido para procurar no ser vista, no reparó en que la
cena estaba casi hecha. Así que, salió por la puerta sin hacer demasiado ruido
y sin mirar nada de lo que allí quedaba. Un Peugeot blanco mal aparcado petardeaba
al lado del parque del “Cuatro vientos”. Al llegar y sin hablar, la mujer le
colocó bien la trenza. Tendrían todo el viaje para ir conociéndose.