El momento de calzarse las zapatillas es realmente mágico,
el hormigueo en el estómago, las piernas empiezan a sentirse ligeras, en ese
momento nada es un freno, sólo se quiere
correr, correr como alma que lleva el diablo.
A veces pienso que me pasa igual que al Rex cuando era
cachorro, andaba subiendo y bajando terraplenes para probar hasta dónde
llegaban sus fuerzas. Nos miraba, pidiendo un poco de ánimo, algún refuerzo y
se tiraba montaña abajo para luego volver a subir. Le bullía la sangre de lobo.
Así me sucede, me emociona saber hasta dónde podré llegar,
cuánto me voy a superar esta vez. Me emociona y me pone nerviosa mi propia
cabeza, cuando los pulmones empiezan a arder y los cuádriceps a picar, empieza
la guerra. Y ese momento de lucha me encanta.
“Podré, no podré, puedo, no, voy a parar, esto no tiene
sentido, para qué coño sufro, yo no sirvo para esto, ya me lo decía mi madre
“hija tu no corras que estás gordita y te sofocas mucho”. Joder puedo, mira cómo
puedo, ¿Cuánto queda?, ya queda poco, puedo, aguanta un poco más ya casi
llegamos arriba, lo tenemos, lo tienes, lo tienes. Y ahora es sólo bajar.
Suave
Suave
Todo marcha, puedes. Ya no te arden los pulmones, recupera.
¿Lo ves? No te has muerto. Relájate, disfruta”.
El tramo primero en mi recorrido habitual es un calvario que
cada día afronto de una manera. El otro día fue horrible. Pero lo hice. Después
de llegar al primer pueblo atajé hacia Llencias por el Camino primitivo de
Santiago, realmente agotada. Así que decidí relajarme y hacer lo mismo que el
perro, a veces andando tranquilamente, otras trotando y otras corriendo. A mi aire y sin complejos.
Pero el tramo realmente divertido fue cuando me alejé de la
carretera principal por la pista de Llencias. Me regalé un trote sabiendo que
podía. “Hasta casa, ¿A qué no te atreves?”. ¡Claro!. El sol salió, y vi mis
adorados montes desde otra perspectiva (Por simple que parezca, este hecho me
hace tremendamente feliz), sin coches, sin gente, sin ruido, solo el sonido de
mis pies y mi respiración. Suavemente, corriendo como nunca lo hice de niña.
Trotando y sonriendo como las locas.
Al llegar al pueblo me perdí un poco, pero una vez
encontrado el camino, me volví a retar en mi esquizofrenia peterpaniana: “¿A
que no vas corriendo hasta el pueblo?”, “¡Pues claro, ya te lo he dicho!”. Como
las locas.
Lo más curioso de todo es como los pies se van acoplando al
terreno, como vas anticipando con sólo décimas, el siguiente movimiento,
calculando la dureza del camino, el barro, las piedras. Es casi como un baile
improvisado.
Es curioso, de todo
esto, lo que más difícil me resulta no tiene nada que ver con el esfuerzo
físico, sino con la mística del deporte y los complejos de la infancia. El lado
místico, profesional, de marcas y tiempos sobrehumanos, de gente más cerca del
Olimpo que de la tierra. Es sencillo arrastrarse y cegarse con ese deslumbrante
mundo y mirar para uno y ver un pequeño y débil ser que no puede luchar en esos
combates. Los malditos complejos y frases machaconas, “tú no puedes”.
Finalmente, entre los ecos de daños antiguos y los
estereotipos que uno mismo fabrica, se pierde el norte y el significado. Se
trata de disfrutar, de correr porque sí, sin más, por el puro placer de
hacerlo, correr sin lastres, correr sin miedo, sin miedo a correr, sin miedo a
caer, sin miedo al cansancio, sin miedo a nada.
Y corremos porque queremos
Porque podemos
Porque,
los niños y los perros no tenemos miedo.
Sólo tenemos
ganas de correr.