Ignoramos tres cuartas partes de la vida de nuestras alumnas y alumnos, no sabemos cómo es su tarde, cuántos hermanos tienen que cuidar, si sus familias han podido pagar la factura de la luz, si hay ingresos en sus casas, si se sienten comprendidos o si saben digerir el caos cultural y lingüístico en el que viven a diario, si han tenido que ir a Cáritas o no.
Pero hoy he asistido a dos hechos sencillos que me han sujetado a la alegría: y es que, las personas que damos clase necesitamos poca o ningún agua para poder seguir caminando por el desierto. Así de adictivo es esto de la educación.
Quizá tres o cuatro chicas negras se han quitado las trenzas y se han dejado el pelo suelto. Una hermosa cabellera de rizos salvajes se expandía con libertad por encima de sus cabezas. Un gesto de afirmación o una muestra palpable de identidad, no lo sé. Pero me pregunto cuánta fuerza necesitaron para desamarrar las coletas en un planeta que les recuerda a diario las diferentes varas de medir.
Al acabar el día me he quedado hablando con grupo heterogéneo de alumnos y alumnas (heterogéneo en cuanto a raíces culturales). Hemos hablado de la Navidad, de la salud mental y de cómo la cuidamos quienes quizá menos lo necesitemos.
Educar es casi todos los días tener la sensación de subir una pesada piedra montaña arriba para luego volver a caer. Vivimos en una sociedad que educa sin querer, y lo hace cerrando los horizontes en torno al individualismo más atroz. No es un “sistema que no quiere que pensemos”, esta frase repetida como un mantra ha perdido su sentido a fuerza de usarla de forma vacua. Es una cuestión multicausal, es una cuestión de abandono, de desidia. Niños y niñas abandonados en lo esencial por los adultos y educados en lo esencial por algoritmos. No hay un sistema perverso que se frota las manos intentando evitar el librepensamiento. Ojalá lo hubiera, porque sería un enemigo claro a batir.
Más bien observamos mil motivos egoístas, un complejísimo entramado empresarial, económico y publicitario. Jornadas laborales que se alargan, derechos laborales que se recortan, familias que tienen que sobrevivir, horas y horas de pantallas sin regular. Una red de motivos a corto plazo y ningún horizonte común a largo. Las personas que trabajamos en educación observamos leyes educativas que responden a presiones ajenas a la propia educación. Y pasamos del enfado a la resignación y de la resignación a la indiferencia.
Pero volvamos a la microhistoria, al micromundo que es un instituto, porque ahí encuentran nuestros anhelos el impulso y nuestra esperanza el martillo que la destroza. Esto sucede a la vez y casi siempre a partes iguales. Vemos a diario que más personas defienden posturas a favor de totalitarismos, actitudes discriminatorias y abiertamente egoístas. Un reflejo terriblemente cruel, el que nos devuelve el espejo.
Pero más de cerca, amigos, más de cerca a veces se observa el brillo del asombro en la mirada, un pelo salvajemente rizado, un pensamiento corriendo libre por boca de una alumna o un alumno encontrando “un lugar seguro en el mundo”: un pequeño átomo de libertad abriéndose camino en sus cabezas, por encima de sus cabezas y de paso en nuestros corazones.