La aplicación funcionaba a las
mil maravillas y había logrado suplir mi carencia para escribir a
ordenador. Las pilas de hojas
manuscritas se habían amontonado de una forma descomunal a lo largo de los años
y cuando llamó el editor para pedir nuevo material no pude por menos que
contener la respiración.
La solución claramente estaba en
darle cierta cohesión a aquel viejo manuscrito que, por algún motivo que
desconocía, aún permanecía inacabado en el fondo del cajón. Lo había comenzado
a escribir cuando aún era muy joven y se había prolongado a lo largo de los
años. El ordenador se convirtió en mi mejor aliado muy pronto, pero acerca de
ese escrito siempre había sentido predilección por hacerlo a mano. Era un
diario, ficticio pero un diario, y tenía mucho más sentido que siguiera siendo
escrito a mano.
El caso es que los días habían pasado
desde que le di la respuesta al editor y le había explicado que era una obra de
juventud y que se podría vender como tal. A Sebastián le pareció muy buena idea. El problema vino cuando vi que eran cientos
de folios y pequeñas hojas, notas dispersas en una carpeta que habría que
clasificar y pasar a ordenador. La mayoría de las veces con una letra ilegible.
Y así fue como llegué a esa
maravillosa aplicación que pasaba un texto dictado a texto escrito. Al
principio costó bastante cogerle el truco. Había que dictar con cierta fluidez
y hablarle claro al micrófono. Luego había que corregir el texto, por supuesto.
Pero había sido el descubrimiento del año.
El confinamiento había venido que
ni pintado, ya que tenía días de sobra para poder ponerse a la tarea y tiempo
para estar entretenida. Redescubrirme de nuevo en esas hojas, poder acercarme a
la que fui y ver a lo largo de todo el escrito los caminos y vericuetos que
había seguido. En el fondo era volver a transitar esas épocas de la vida,
revivir los momentos buenos y los malos a la vez.
La novela giraba en torno al
viaje de Simón en la España de los años 70. Viaje que comenzaba en Barcelona y
acababa en la otra punta del planeta. Me había decidido a no tocar nada pero
afortunadamente el oficio de escribir era eso, un oficio, y la experiencia como
casi todo en la vida era un grado.
Simón se había llegado a
convertir en una auténtica obsesión a lo largo de los años hasta que dejé dormir
el manuscrito. Había cobrado cierta independencia de mi propia mente y parecía
que no sabría distinguir donde empezaba yo y donde el personaje. Ahora que me
acercaba de nuevo a él me percataba de que era una forma de sacar ciertos
deseos y miedos, que por ser esenciales, no me permitía expresar de otra
manera. Veía claro que era un punto de fuga y la otra mitad oculta. Al menos lo
había sido, porque desde entonces mi vida había cambiado.
Todo empezó aquella tarde en que
la concentración no quería aparecer. Me levantaría veinte veces en menos de una
hora. El texto iba mal, muy mal, no tenía sentido, no tenía ganas, estaba
aburrida y quería salir. Una vez a la nevera, otra vez a peinarme, otra vez a
la terraza.
En uno de estos paseos, a la
vuelta, pensé que el ordenador se había vuelto tarumba. Vi escritas varias
palabras que ni había dictado ni estaban cerca de parecerse a las que tenía que
escribir: “No. Quizás. Cobarde. Mañana tampoco. Puede ser. Qué comemos hoy”.
Borré y empecé la tarea de nuevo con algo más de ritmo.
Al día siguiente sucedió algo
bastante similar. Esta vez fue antes de desayunar. Me puse a dictar y paré para
hacer el café. A la vuelta apareció escrito en la pantalla una serie de
palabras que ya iban teniendo algo de coherencia. Aunque la coherencia bien se
la podría haber dado mi imaginación y mis ganas de una historia:
“Hablamos. Aquí todo sigue igual.
Quizá nunca te hayas dado cuenta”
En eso se hubiera quedado todo si
yo no hubiera sentido la más mínima curiosidad y quizá si el confinamiento no
me estuviera perjudicando la capacidad de raciocinio. Se me ocurrió responder a
lo que había puesto como si nada sucediera:
“Puede ser que nunca me haya dado
cuenta. Hablamos cuando quieras”
Recogí el desayuno y esperé una
respuesta, pensando que alguien había interceptado mi ordenador de alguna
manera y estaba usando el programa controlándolo. Pero el hecho era
que yo estaba funcionando sin internet. El programa estaba instalado en el
ordenador y no tenía WiFi. Eso no quitaba para que fuera un virus, pero esperé
para ver si mordía el anzuelo.
No hubo respuesta así que seguí a
mi tarea. El manuscrito iba avanzando lentamente pero sin pausa y lo días
también fueron pasando.
Al cabo de la semana, una mañana
que había tardado bastante en ponerme a la faena, encontré un texto la mar de
desconcertante en el ordenador:
“¿No te has parado a pensar por
qué no oyes la voz que dicta?”
No, ciertamente. Eso jamás había
entrado ni en el más loco de mis delirios. Una voz sin cuerpo que yo no oía
pero que captaba el micro de mi ordenador: no y no sabía cómo comunicarme ni si
debía comunicarme. Esto se me estaba yendo de las manos. ¿Estaba pensando
seriamente la posibilidad de que una especie de psicofonía se pudiera captar
con mi ordenador? ¿Era el espíritu de alguien que quería comunicarse conmigo en
una ouija virtual? ¿Era que me estaba disociando definitivamente y
un paso más hacia la enfermedad mental? ¿Qué diablos me estaba sucediendo?
Todo era demasiado loco. Nada
tenía sentido. Decidí olvidar el tema y desinstalar el programa. Lo pasaría a
mano como toda la vida se había hecho. Temía seriamente que hubieran hackeado
el ordenador. Vaya estupidez sin sentido. Aún no podía dar crédito acerca de
cómo se me pudo pasar por la cabeza que realmente fuera una voz y no un maldito
hacker o un chat que por azar se había colado.
Decidida a olvidarlo todo hubo
algo que no pude ignorar. Esa, esa, esa pregunta que no podía ser casualidad,
exactamente esas palabras y no otras. No era casualidad ni un algoritmo de
instagram. Eso no estaba escrito porque sí.
No lo dudé ni un momento. Había
que concretar aquello. Así que, con toda la seguridad de la que fui capaz
respondí a la voz sin sonido:
“El zoo está demasiado lejos”.