Había llegado tan ilusionado a
ese puesto de trabajo, que habían pasado rápido los años de angustia estudiando. Lo había logrado, tenía un
buen trabajo en aquella planta de energía eólica y por fin se podría dedicar a
aprender todo lo que no les habían enseñado en la facultad de ingeniería. Atrás
quedaba el cálculo y la resistencia de materiales, de frente una nueva etapa
de libertad.
Durante los primeros meses se pegó
a su compañero y veterano Antonio, le asombraba su saber, su maestría. Podría decirse que le salvó el culo en varias ocasiones en las que, como
cualquier principiante, pecaba bien de ingenuo, bien de soberbio. Antonio y sus
bromas soeces le acompañaron en las primeras noches de aquel pueblo pequeño sin
alicientes. Se quedaban a las cañas después del trabajo y a veces les daban las
tantas contando batallas. Ahí fue donde se dió cuenta de que la barrera de la edad no parecía existir, era algo social. Se llevaban muchos años pero
Antonio tenía claramente un espíritu adolescente.
Él en cambio se veía a sí mismo como
un señor mayor en el cuerpo de un hombre joven. La prudencia y el miedo siempre
le habían acompañado. Desde que salió de Teruel todo era miedo, miedo a no estar a la
altura, miedo a no aclimatarse a Galicia, a estar solo, a morirse de hambre. Con
Antonio ese miedo se suavizaba y a ratos casi desaparecía.
En pocos meses aprendió llegando a aventajar
en algunas cosas al maestro, quien parecía
encantado de recibir savia nueva. La
primera feria a la que fue con él y con los de la planta baja fue memorable,
volvió al trabajo con una tajada de las que hacen historia. Comieron pulpo y
bebieron vino como si fuera el final de los días. La tarde la recuerda en un sopor etílico
maravilloso. Estaba bien ir dejando de ser un niño bueno, auque fuera así, a golpe de tinto y pulpo á feira.
Le encantaba la zona, las playas,
la comida, el monte. Para alguien venido de la aridez de Teruel vivir en
aquel vergel era un regalo diario. Hasta se había acostumbrado a la lluvia y salía
a pasear por la playa, hiciera el tiempo que hiciera. Tenía
ganas de retomar de nuevo esa rutina, volver a hacer ejercicio, salir a tomar
copas con Antonio y sus colegas, seguir conociendo la zona.
No le iba a dar muchas vueltas
acerca de cómo acabó en el mar ni de cómo aquel señor le vio y le sacó del agua el día del accidente. Había decidido
que lo pasado, pasado estaba y que quedaba fuera de su alcance. No obstante, algo que le martilleaba desde que había salido de Teruel camino de vuelta a Galicia: necesitaba saber qué había perdido durante el accidente (si es que se podía llamar así). Pensó en
mil opciones, si había dejado trabajo pendiente, si había quedado con alguien,
una luz encendida, una camiseta, un pedido de Amazon. Por más que lo pensaba,
no sabía qué era. Lo que intuía es que, si en algún momento recordaba lo que
había olvidado, quizá sabría cómo pudo acabar en el mar y sobrevivir con la
cantidad de agua que llegó a tragar.
Nadie lo había visto, tan solo
aquel señor que le encontró intentando sacar la cabeza del mar
para no ahogarse. Actuó tan rápido que la deuda para con él sería de por vida.
Las cosas como son, fue su salvador. No lograba recordar nada de aquel día y ya se había
resignado. El médico decía que era normal, que era un tipo de amnesia
retrógrada y que, dado el tiempo que estuvo sin respirar hasta que le
reanimaron, era algo de lo más normal.
Volvía una y otra vez sobre su inicio allí, el miedo que llevaba el primer día de trabajo y todos los
días antes. Esas semanas fueron una auténtica pesadilla. Desde que le dijeron que le contrataban hasta que firmó el contrato pasó noches en vela.
No había salido nunca de casa excepto para estudiar y siempre estuvo en residencia; nunca había ido al norte, tampoco había
trabajado (quitando la granja de conejos de su padre) y, aunque había sido de los cinco primeros de la promoción de
ingeniería industrial de su año, el miedo era
libre. El suyo por lo visto, demasiado. Tanto era así que durante los quince
días antes de ir allí había tenido una pesadilla recurrente en la que bajaba a un sótano
con muchas plantas subterráneas. En este sueño lo más característico era que las paredes
y el suelo eran de color crema, brillantes, limpias y relucientes, demasiado limpias, parecía un hospital. Iba bajando mientras el miedo iba creciendo a lo largo de una
escalera que se iba haciendo cada vez más angosta.
El temor era tal, que quería salir pero una fuerza extraña le obligaba a bajar
contra su voluntad. A cada planta un mal se hacía patente, un mal, otro mal.
En ese sótano, lo había visto con
claridad,
era hacia el mal hacia lo que
bajaba.
No sabría definirlo, algo
indeterminado, dolor, odio, sufrimiento, tormentos, mal gratuito, mal sin
razón, violencia. Hacia lo que se aproximaba era la presencia del Mal con
mayúsculas. Aterrorizado en el sueño intentaba subir pero como en un ejercicio
de magia, las escaleras invertían su marcha y seguía bajando. El miedo era tan
atroz que cuando estaba a punto de abrir una puerta, se despertaba horrorizado
entre sudores y jadeos. Era el Mal y sabía que estaba presente, sonriendo
aguardando a que él abriera la puerta, porque una vez bajabas las escaleras ese
mal sabía que eras su prisionero, para siempre. El sueño se repitió muchas
noches sin llegar a ver nunca qué se escondía tras la puerta de la última
planta del sótano.
Las cosas en cambio en el mundo
de la vigilia poco o nada tenían que ver con lo que en realidad fue salir de
Teruel e ir a Galicia. Era fabuloso vivir allí y la gente era tan amable, que le
hicieron las cosas realmente fáciles... Qué ganas de ver a Antonio y tomarse
unos gin tonics con él. Le había llamado todas las semanas desde lo ocurrido.
¡Hasta le habían mandado mejillones por mensajería!
Una parada para comer en la
estación de servicio de la Bañeza y una siesta le quitarían el sueño que llevaba. Aún le quedaba
una semana de vacaciones que quería aprovechar para ir poniéndose al día con los asuntos pendientes. Sacó la tablet y estuvo abriendo el correo mientras
comía sopa de pescado y chuletillas de cordero. En ese sitio se comía
fenomenal. Se acordaba del bar que había debajo de su casa, "Casa Manuela", un cielo de mujer que le
había tratado como a su hijo desde el primer momento. La verdad es
que había tenido suerte encontrando esa casa, se veía el mar, orientado al oeste,
unas puestas de sol increíbles, la casa grande y soleada, no se podía pedir más. Lo único malo era el
garaje. Aunque bien pensado, no era tan mala plaza, de hecho,
no sabía muy bien porque nunca dejaba el coche ahí. La pereza y la tranquilidad
del vecindario. Además no helaba como en Calamocha, el clima era mucho más
benévolo.
Aún le quedaba un poco más de la
mitad del camino y se lo quería tomar con calma. Disfrutó de la comida y luego
se fue a dar un pequeño paseo por el aparcamiento para estirar las piernas.
Desde que le pasó aquello, de vez en cuando le asaltaban fogonazos, el agua, él
mecido por las olas... Y lo inquietante de esos flashes era que no lo
recordaba con angustia, como debería ser, sino más bien con cierta quietud y
paz. Eso era lo extraño, se había ahogado, había acabado en el mar sin saber cómo y él, que no
sabía nadar y había estado inconsciente con los pulmones llenos de agua no sentía temor ante ese recuerdo. Cuanto menos
era raro.
La experiencia le había hecho un
hombre, le decía su padre. Probablemente vivir solo, aprender a poner una
lavadora, bregar con los jefes, aprender a lidiar con algunos
compañeros y sacar las narices de los libros, también. Su padre en cambio veía que, a
falta de mili, un ahogamientono no había estado tan mal.
Quedaban pocos kilómetros para
llegar y no se sentía cansado pese a la cantidad de horas que llevaba conduciendo. El paisaje según entraba a Galicia le espabilaba, esos atardeceres llegando al pueblo eran brutales, la ría, el verde
intenso de los montes. Abrió las ventanillas para oler el eucalipto y notó la diferencia de temperatura respecto al calor sofocante de Castilla. Le agradaba la humedad, el olor a ría. María le había dicho que
algún día echaría de menos ese olor, cada vez que él se quejaba cuando
bajaba la marea. Sin lugar a dudas, ese sitio ya era un poco más familiar.
Anochecía al llegar a casa.
Llevaba el coche repleto de túppers y de fruta y lo dejó fuera del garaje para sacar las trescientas bolsas que le había preparado su madre. Una vez arriba,
en la casa, y después de colocarlo todo, abrir las ventanas y ventilar, abrió los grifos y
comprobó que no había agua. A veces pasaba, algún veraneante cerraba la llave
que no era, ya le había avisado la casera. También le había dicho que las llaves
estaban en el garaje, antes de los trasteros.
Se quedó un rato sentado en el sillón mirando
el mar. No había avisado a Antonio, sería una sorpresa que le daría mañana.
Decidió salir a dar un paseo, aún quedaba verano y estaba lleno de gente. Le
gustaba más la tranquilidad del invierno. Luego se pasaría por el garaje a
abrir el agua.
Hacía fresco para ser verano pero nada que alguien de Teruel no aguantara. Paseó hasta el pueblo de al lado
y a la vuelta, a medida que se acercaba hasta casa, una cierta sensación de
inquietud le iba creciendo por dentro. Eso que se había dejado olvidado antes
del accidente igual no era lo que él pensaba. Había habido un encuentro… eso
era, un encuentro desagradable. ¿Fue una pelea? ¿Se había peleado con Antonio?
¿Le habían robado? Era algo desagradable… de eso no cabía duda. Pero también había algo claro en todo aquello, eso que había sucedido, esa ruptura o pérdida, lo que fuera, lo había liberado, porque desde el accidente se sentía mucho más ligero, a veces casi aéreo, llegando a pensar que las preocupaciones y el miedo casi habían desaparecido por completo. Así que, cabía pensar que fue una pérdida buena. Pese a todo le picaba la curiosidad.
Los pasos en
silencio, el viento y el sonido monótono del mar le hicieron entrar en una
sensación casi hipnótica. Se había alejado mucho pero no tenía prisa por
volver. El ruido incesante del mar lo llevaban a evadirse del flujo racional de
pensamientos.
Era cerca de esa playa por la que paseaba donde había sucedido todo, en el mar. Ese mar engulléndole y al tiempo el sentimiento de reconciliación con el mundo se materializaban con total nitidez en su cabeza. Por primera vez lograba recordar algo de ese día. Decidió sentarse en el banco del paseo y profundizar en ese recuerdo para evitar que se le escapara. Necesitaba entender.
El agua, cuando cayó, envolvía completamente cada parte de su cuerpo, como un cachorro de mastín que no parara de jugar sin medir sus fuerzas. Le abrazaba y él disfrutaba de su abrazo. Se sentía ligero, como un niño completamente libre. Por primera vez en su vida hacía algo sin miedo, sin pensar que no sería capaz. Disfrutaba en tiempo presente de un fabuloso día de sol de primavera en la playa. Lo siguiente que recuerda es que un hombre estaba a su lado en la arena con cara de preocupación, rodeado de sanitarios que decían al unísono: "¡respira!".
¿Qué había sucedido antes?. No lograba darle forma. Había sido una ruptura, algo terrible
y doloroso aunque no podía ser amorosa porque, que él recordara, no tenía novia. Intuía que había sufrido
mucho durante esa pérdida. ¿qué podía ser? Recordaba el dolor al separarse, y lo
desagradable de la situación, la paz que le siguió luego. Fue justo antes del accidente, justo antes, de eso estaba seguro.
Los pasos en la calle eran casi lo
único que se oía, alguna familia cenando dentro de sus casa y algún gato al
olor de la comida. Uno tras otro, uno tras otro, cada vez más deprisa. Algo
había dejado y lo había dejado en la casa. Lo sabía, era en la casa donde había
sucedido. ¡¿qué coño era?!. Era en el maldito garaje. Había pasado allí. ¿Una
discusión con un vecino?. Y luego él corriendo a toda prisa, saltando al mar. ¿Qué había sido?.
Se acercaba ya a casa con la conciencia de estar
cerca del enigma. Encendió la luz del portal y buscó la luz del garaje para bajar a
los contadores del agua, la casera le dijo donde estaban al principio de ir allí, cuando
le enseñó la casa. Dio con la luz y abrió la puerta que bajaba por las escaleras.
Y allí estaba ese alicatado de color crema, esa odiosa escalera limpia y
reluciente que se iba estrechando a cada planta. El sótano de sus sueños se
había materializado y sin embargo, él era incapaz de sentir ningún tipo de
miedo, lo que sentía más bien era una atroz curiosidad por saber lo que había dejado
allí. Eso estaba claro: era en ese sótano donde lo había dejado olvidado.
Era cuestión a
analizar el hecho de haber soñado con ese sótano antes de conocerlo, pero lo era aún más bajar
por el sitio que, con diferencia más miedo le había dado en su vida y no ser
capaz de sentir nada.
Las llaves estaban en una puerta antes de entrar al garaje a la izquierda en la misma planta. Al fondo del garaje estaban los trasteros. No se explicaba quién limpiaría de esa manera tan neurótica los azulejos, era como un hospital... psiquiátrico. De pronto unos gritos atronadores sonaban en
la zona de los trasteros. Atravesó todo el garaje oyendo con más nitidez que alguien aporreaba la puerta de uno de ellos pidiendo salir. El garaje estaba completamente vacío, ni un solo coche.
Los gritos se iban haciendo más lastimeros y más intensos y se concentraban en un punto muy concreto. A estas alturas bien
sabía de qué trastero salían. Era un desgarro tan
terrible que le hubieran helado la sangre a cualquiera... A cualquiera menos a él.
Se paró delante del trastero 17, dudando por un momento ante la horripilante angustia que había detrás de la puerta. La despedida había sido dolorosa,
la congoja lo había hecho volver a ser un niño indefenso. La primera
vez que bajó aquel sótano lo hizo de la mano del miedo. Ahora, al escuchar sus gritos a lo lejos, sabía que esa compañía nunca volvería a ser un problema.