El fin nunca pasa sin hacer daño,
la vida tampoco. Camino por las calles con un poso grande de tristeza, tan
grande que a veces se me hace hasta difícil caminar. No es el apego, no se
trata de ponernos zen a estas alturas de la película, se trata del dolor que
genera la pérdida, incluso aunque ésta hubiera sido elegida.
A su vez, la tristeza me centra
de lleno en las calles, en las tiendas. Las miro con distancia pero miro con
calma. Me permito observar asépticamente cuanto hay
a mi alrededor, sin vitalidad, puro
análisis.
Camino como un fantasma, me muevo
entre los contrastes más desgarradores, el barrio obrero, los inmigrantes, la
gente de bien, los policías, los turistas, las prostitutas muy
mayores ya, sentadas al fresco como si de un pueblo se tratara. Se sientan en
sillones viejos en el callejón que está al lado de mi calle, se sientan en
cajas de polispam. Sus ventanas están decoradas con plantas, cactus, telas que
cambian y que a veces dejan en la puerta, quizá indicando que estén con alguien
arriba. Las miro, me miran porque ya me conocen pero aún no me atrevo a
saludar, es tanta la hipocresía que he comido en esta sociedad, que aún tengo miedo y rechazo para dar ese salto.
No me enorgullece, pero menos soy consciente
de ello.
Son prostitutas muy mayores en su
mayoría excepto alguna muy joven, creo que son rumanas casi todas menos una
mujer que además parece heroinómana. A veces siento una profunda compasión hacia
ellas, y otras veces me parece que esa compasión está emponzoñada con soberbia y clasismo. Lo que hacen es duro,
durísimo, deshumanizador. Pero no las juzgo a ellas. No soy nadie, aquí no hay
mejores ni peores, hay gente que sobrevive.
En esta sociedad nada tiene
sentido y mucho menos rumbo. No soy nadie para juzgarlas, pero soy una
ciudadana y puedo juzgarnos como sociedad, juzgar la venda en los ojos, los
blancos y negros que veo cada día al cambiar de una calle a otra. En apenas 70
metros hay gente que reza en la iglesia, les oigo cantar. Solo 70 metros. Me
cuesta trabajo asimilar cómo los de la taberna ecológica hacen como si fueran
alternativos al sistema consumiendo vinos caros, cómo los de la iglesia rezan
evadidos del mundo, cómo yo creo que educo, cuando realmente soy una mercenaria
de la filosofía o… yo qué sé. No soy nada.
Nada tiene realmente sentido. Contrastes marcados de camino a casa, el
juego absurdo de vivir donde algunas siempre pierden.
Algunas siempre pierden.