Sucedía en algún momento de finales de mayo y principios de
junio, amanecía un día de sandalias y la estación se había marchado como quien
deja atrás la página de un libro. Ese día comenzaba el calor y no nos
abandonaba hasta septiembre.
Se sabía que empezaba el verano porque a la una y media,
cuando llegábamos del cole, mi madre bajaba las persianas verdes de los
balcones para que no diera el sol espartano del Puente Vallecas.
Otro síntoma inequívoco de la llegada del verano era ver
andar a mi padre con la camisa interior de tirantes, comiendo sandía en el
balcón, mirando casi siempre al bulevar.
Por las noches regaban las calles, tarde, hacia las doce. Me
parecía fascinante. Me colaba entre mis hermanos, en el balcón, y nos
quedábamos a mirar a ver si nos regaban. Luego a la cama. En verano en mi casa
se le daba la vuelta a la almohada y dormíamos con los pies en la cabecera,
para que nos llegara más aire. Era un ritual más y me encantaba, porque desde
los pies de la cama, veía un trocito de cielo que dejaba el piso de enfrente.
Ese mágico día en que se empezaban a bajar las persianas a
medio día, las puertas de nuestras casas quedaban abiertas a excepción de la
hora de la siesta, y el patio bullía con la vida propia de las corralas. Hasta
que no fui mayor nunca tuve conciencia de lo afortunada que fui por criarme en
un sitio así, en pleno corazón del Puente Vallecas en los años duros de la
heroína y a escasos metros de la monstruosa M30. Nos criamos en un entorno muy
similar a un pueblo, jugábamos en el patio, las vecinas miraban por nosotros.
Era menos cárcel que un piso.
Andábamos jugando con los huesos de los albaricoques, para hacer silbatos. Todo el día sentadas en las escaleras. Las tardes eternas, contando atrás los días para ir al pueblo, donde éramos radical y definitivamente libres. Siempre me dieron pena los niños que no tenían pueblo ni patio. “El verano en Madrid”, pensaba, “debía ser peor que un suplicio”.
Sucede a veces, en esta época, que salta como un resorte
cierto recuerdo corporal de aquella época, la energía fuerte y luminosa del
verano.
Sucede a veces, en esta época, que un poso de nostalgia se
instala en las alas del pensamiento.
No es el idioma de las palabras el que cuesta aprender, sino
el modo en que se expresa la vida.