(Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Esta historia no está basada en hechos reales(?)
Aquella noche el gato no había pasado aún. Pese a que era un
ser libre, guardaba unos férreos hábitos en cuanto a qué sitio del sol o de la
sombra ponerse. Por las noches pasaba al huerto de enfrente a visitar a la gata
de mi vecina.
Esa noche aún no lo había visto. Una que también era de
hábitos regulares, ya saludaba al gato como parte del ritual. Siempre me quedaba un rato mirando las luces del pueblo vecino
reflejadas al otro lado de la ría, mientras me ataba las zapatillas para salir
a correr. Horarios kantianos.
En esa realidad inmóvil se sucedían mis días y mis noches,
en una especie de calma chicha que a veces me hacía contener la respiración
deseando que algo extraordinario sucediese. La vida no me solía sorprender, a
veces pensaba que era mejor así, porque el devenir de las cosas tenía un extraño
sentido del humor, como decía Sonia.
Dejaba pasar mansamente el tiempo entre platos de verduras y
largas carreras con climatología variada. No obstante, el germen de la
curiosidad y de la vida había prendido en tierra fértil hacía muchos años. La
estabilidad de las aguas y el abono de las noches en silencio, no hacían sino
alimentar la semilla. Y crecía. La tranquilidad me estaba empezando a crispar.
Habitualmente corría tarde, salía de trabajar a las diez de
la noche, comía una pieza de fruta al llegar a casa y me iba a correr una hora.
Era la mejor manera de quitarme esa asquerosa sensación de fritanga acumulada
todo el día. El hastío de aguantar gente y tapas baratas iban quedando atrás
a medida que me ardían las piernas y la respiración se acompasaba al ritmo de
la carrera. Disfrutaba tanto esa hora del día, que solía ser una motivación
para aguantar la insufrible hora de nueve a diez, donde bajaban al bar las
almas en pena que no soportaban la soledad o la falta de comunicación en sus
casas.
Apuré el momento un poco más para ver si veía al gato, pero
en vista de que no aparecía me hice una coleta y un último vistazo en el espejo,
que devolvió la imagen de una mujer joven muy cansada y muy harta.
Programé el gps, la playlist de estreno de la semana (otro
aliciente para aguantar en el bar) y comencé a trotar suavemente. El ambiente
era la mar de extraño, no era sólo que no apareciera el gato, el pueblo, que en
invierno gozaba más bien de poca vida, parecía más desierto aún.
Crucé la esquina hacia el restaurante de Manolo. Normalmente
cerraba una hora antes que nosotros, pero quedaba un rato fumando a solas y
viendo revistas porno con un “veterano” antes de subir a casa con su mujer. Me
solía decir, “Ay Aniña, estos placeres de vello verde sonche a salsa da vida”.
Manolo ya había subido y no se veía la luz de la tele de Tere.
Continué por la avenida principal, siempre me encontraba a
Doña Maruja con el perro apestoso. Nada. Lo más seguro es que hubiera esperado
a los anuncios, esa noche ponían “Velvet”.
El silencio era tan apabullante que me empecé a sentir muy
incómoda. Ni una sola alma en pena en toda la calle. Había algo inquietante en
el pueblo y no acertaba a decir qué era. Seguí corriendo, aligerando el ritmo,
pasé por delante del “Tapas”, el Eroski… ¡Dios! No había luz en niguna casa.
¿Cómo era posible?. Decidí bajar y desandar lo andado, quería comprobar si Mario,
tenía la luz encendida. El insomnio de Mario era provervial, conocido fuera de las
fronteras del pueblo, lo habían sacado incluso en la tele. La increíble historia
del hombre que dormía dos horas al día. Para mi sorpresa, tenía la luz apagada.
Era imposible, absolutamente imposible.
Volví hacia el Eroski para subir a la parte alta del pueblo porque
siempre había bares que cerraban más tarde que nosotros y más gente, más casas.
La maldita quietud me estaba desquiciando. ¿Era posible que fuera la única
habitante de todo el pueblo? Nadie, no había nadie. Ni un bar abierto, ni una
luz en ninguna ventana. ¿Era todo una broma macabra? ¿Es que no había ni gatos?.
La carrera se convirtió en un sprint desesperado por todo
el pueblo buscando alguna señal de vida. No pasaban coches por la carretera.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Iba a haber una catástrofe nuclear y yo no me había
enterado? Estaría bien el asunto, quedarían mis cenizas calcinadas en un montón
miserable mientras el resto estarían a salvo en sus refugios.
Corrí hacia el otro extremo del pueblo, que hacía una forma
de “T”. Tampoco había ni coches ni luces.
¿Habrían desalojado el pueblo ante un inminente tsunami?
Necesitaba una respuesta.
Al cansancio de la carrera desesperada se le sumaba la
angustiosa sensación de ser la única superviviente sobre el planeta tierra. No
oí el tren.
Para, para, aquí está pasando algo muy chungo. ¿Me estaría
volviendo loca? ¿Habría desconectado definitivamente de la realidad y vivía en
la eterna noche de los que ven con otros ojos? ¿Habría habido un asesinato
masivo? ¿Cuestión de extraterrestres? Mi cabeza comenzaba a pensar a toda
pastilla.
Me dirigí a la parte
baja del pueblo, en la playa grande siempre había algún paseante con perro. Quizá
ya hubiera salido Doña Maruja con el apestoso. A esas alturas, ya había
empezado a asimilar que no había nadie. Ya estaba posicoionada en el
modo guerra, supervivencia. Decidido, bajaría hasta la playa grande y de ahí
subiría al pueblo de al lado.
Nadie, la playa estaba desierta, no había coches, ni
aparcados ni pasaban. Corrí cinco kilómetros más hasta el pueblo de al lado.
Nadie.
No sabía que había sucedido, pero era posible que se hubiera
extendido... Tenía que pensar, tranquilizarme.
Un grito salió desde lo más profundo de mi desesperación.
Nadie contestó, ni los perros, nadie.
Volví al edificio con una angustia desconocida, era un miedo
primitivo, ¿Y si fuera la única persona de la tierra? ¿Y si hubiera
desaparecido todo el mundo?
Saqué las llaves de casa, con un nudo en la garganta y el
corazón latiéndome a mil por hora cuando de pronto algo suave me acarició las
piernas.
Un ronroneo.
Miau.