Hay sensaciones almacenadas en el cuerpo, huellas de antiguas pisadas que afloran a la superficie.
Esta mañana he abierto la ventana y un aire fresco ha entrado en el centro justo de mi pecho y se ha albergado detrás de mis orejas.
Me ha aflojado la tensión de las piernas y las ha liberado de su peso habitual.
Un vacío placentero se ha posado dentro, por debajo del ombligo.
Ciertamente, diría que me ha quitado las telarañas de los ojos.
He recordado un olor verde y dulce, seco, cálido, aéreo, suave, de terciopelo, algo cremoso...
Algo ha despertado una sensación que me ha llevado automáticamente a la primavera de cuando estaba en el instituto, en la facultad.
Una sensación de serenidad tan agradable que me ha sobrecogido en cierta manera. Ha vuelto a mi cuerpo o se ha despertado, no sé.
Esos momentos en los que el mundo se para y todo se filtra a través de una emoción intensa de calma son tan... inefables.
Pequeñas semillas que quedaron aletargadas durante el invierno y crecen espontáneas en cualquier rincón de mi anatomía.
Recién descubierto, hay emociones que quedan, y son preciosas.