El Oeste era la frase que escuchaba mil veces antes de dormir. Me la susurraban los Zeppelin al oído y me llevaban al onírico sitio donde "mi espíritu gritaba por liberarse".
Hacia el Oeste se me perdía la vista, ensoñando, cuando intentaba adivinar qué había detrás de las montañas de mi pueblecillo manchego.
El Oeste, al otro lado de la M30, ocultaba el sol y lo guardaba hasta el día siguiente. Era ese momento de la tarde en que el cielo le regalaba un billete de ida a mis ojos, encerrados en un pequeñísimo rincón.
Las leyendas de donde moría el sol, el destino, la muerte, el sentido de la vida, la última gran aventura, el final de la tierra. El Oeste.
Sueños recurrentes y un coche blanco que me llevaba allí. La ventana para escapar de las miserias.
Luego fue la música, el Oeste y el verde. El verde.
Se hizo de pronto tarde y me fui como el conejo de Alicia. Había algo que no podía esperar.
El Oeste.
Apareció tras la M30, tras las montañas. Definitivamente.
Me dio alojamiento y me enseño un par de lecciones. Con calma.
Que nunca supe bien en qué parte se hallaba lo esencial aquí dentro, si en el norte o en el sur. Paradojas de la vida, tuve que venir al Este para confirmar algo que sospechaba, que siempre fui del Oeste.