Habitualmente, cuando intentamos reflexionar acerca de
porqué una persona está obesa, la conclusión a la que llegamos es que se come
mucho más de lo que debiera. Una cuestión simple y aritmética: se ingieren más
kilocalorías de las que se consumen y por tanto, se engorda. En realidad, desde
el punto de vista meramente fisiológico es así en la mayoría de los casos. Lo
recalco, fisiológicamente.
Adelgazar se convertiría a su vez en una cosa bien sencilla,
ingerir menos calorías y aumentar el ejercicio físico. Esto es una verdad como
un campanario, admite más bien poca discusión. Pura aritmética. Hasta Descartes
tuvo que inventarse un genio maligno para dudar de ella.
Entonces, ¿por qué
engordamos?, parece que está claro,
¿no?, por falta de fuerza de voluntad, porque no somos capaces de contener el apetito,
porque nos encanta comer.
Sería una cosa muy similar a lo que pensamos acerca de las
personas que tienen problemas con la bebida, con las drogas, con el juego. Una
cuestión de falta de voluntad. Gente a la que le puede el vicio y demasiado
perezosa para ponerse manos a la obra y darle un giro algo más sano a su vida.
Algo pasa cuando se piensa que, en cierta manera, esa
persona es responsable de su problema. Lo primero quizás, es que se deja de empatizar con ella (¿alguna
vez se hizo?). En segundo lugar, derivado de lo primero, se le suele hacer
absolutamente culpable de cuanto le ocurra.
Sencillamente se está gordo porque se come demasiado y, se
come demasiado porque, o bien no hay fuerza de voluntad o por pura vaguería.
Por tanto, como espectadores no necesitamos
saber nada más. Todo cuanto le suceda a esa persona, en cierta manera (aunque
no nos alegremos de ello en absoluto), le está merecido.
A su vez, esta idea sobre la culpabilidad de las personas
obesas, está transida de valores morales aunque de una cosa no necesariamente
se derive de otra. ¿En qué sentido?, veamos.
Percibir es tener unas sensaciones (información) que
proporcionan los sentidos, sobre unos esquemas tales como experiencia, cultura
o prejuicios. Cuando vemos a una mujer de mediana edad de unos 150kg y 1,70m de
altura vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca de algodón y
casi sin maquillaje, no tenemos sólo una sensación visual, también nos
imaginamos por ejemplo que a esa persona le encanta comer y que tiene muy poca
fuerza de voluntad entre otras muchas cosas. Si fuera gitana le añadiríamos
otras características, o si fuera alemana y estuviéramos en Benidorm.
Si nos paramos a pensar acerca de cómo se retrata a las
personas obesas en el cine, dibujos y demás medios, casi siempre es el mismo
estereotipo. Quizás una caricatura perfecta sea la del jefe de policía de los
Simpson, perezosos, hedonistas, poco vitales, poco listos. Pero en realidad la
única información veraz que tenemos de esa persona es la que nos proporcionan
los sentidos. Necesitamos hablar e interactuar con ella para poder tener más
información, para poder hacer una valoración digamos, moral.
Es posible que haya algún caso que se escape a esa norma. A
todos se nos ocurren excepciones, pero son eso, excepciones. En general
adjudicamos una serie de características que van más allá de lo físico como la
pereza y falta de fuerza de voluntad, que nos hacen poner mucha distancia entre
nosotros y la persona que tenemos delante. Esa distancia dificulta el entender
a la persona en su contexto y todas las variables asociadas.
Cuando la persona nos importa y la queremos, partiendo de la
base anterior, nos sentimos en la obligación de ayudar. Al considerar que es
una cuestión de fuerza de voluntad, decidimos que el mejor espoleo es el que
venga del miedo o de la humillación de mostrar frente a un espejo verbal. Es
decir, le mostramos lo mal que está o las enfermedades que puede llegar a tener
para que así reaccione, para que se quite de encima ese velo de ignorancia y de
pereza que le impide actuar.
Pensamos, a modo del intelectualismo moral socrático, que cuando sea verdaderamente consciente de
todos los males que tiene, la fuerza de voluntad vendrá por sí sola. Cuando se
mire en el espejo y la realidad hable sola, lo único que quedará es la acción.
Este tipo de “ayudas” son en muchos casos intromisiones muy
graves a la intimidad y agresiones directas hacia su dignidad. Decir a una
persona lo que puede comer y lo que no, o recordarle lo mal que le quedan unos
pantalones, son las versiones más suaves de un vía crucis que a diario tiene
que soportar una persona gorda.
Y hay algo muy sencillo, un hecho claro y distinto: si la humillación
y el miedo fueran herramientas útiles para adelgazar, no habría un solo gordo
en el mundo. Hemos pasado por todo tipo de comentarios, charlas, broncas y amenazas
en diferentes intensidades. Pero el mundo sigue albergando gordos. Es un hecho.
Ese tipo de ayudas hacen mucho, pero que mucho daño. Y
tienen consecuencias como por ejemplo comer a escondidas, ansiedad, vergüenza y
una larga lista de barbaridades que quizá mucha gente no crea.
¿Nos replanteamos la estrategia?
Un gordo se levanta, se acuesta y se mueve con sus kilos. Es
consciente de que lo está, cada minuto de su día. Si le duele la espalda, si le
cuesta respirar, si le duelen las rodillas, si tiene problemas en los pies, si
le cuesta encontrar ropa o pareja, si tiene problemas al entrar en un autobús,
en el teatro, en un avión. Es consciente de sus problemas de corazón,
hipertensión, y una larga lista de enfermedades que puede tener derivadas del
sobrepeso. Es consciente, os lo prometo, consciente a cada paso, a cada bocado.
“Entonces si lo sabe “, diréis, “¿por qué no adelgaza?, “muy
buena pregunta”, digo. Mientras no sepamos la respuesta, mejor guardar silencio
y pensar sobre ello, porque las amenazas no ayudan, agravan el problema.
Nadie quiere sufrir, nadie quiere dolor, nadie, incluidas
las personas obesas, quieren estar enfermas.
Si alguien sufre por su obesidad, seguro que no lo quiere. Y si es la
obesidad la causa de sus problemas de salud, lo más probable es que haya
intentado adelgazar muchas veces en su vida. Del dolor se huye, eso es un
hecho, ¿Es la obesidad una excepción a la norma? No lo creo.
La obesidad encierra un componente educacional, emocional y
social muy importante. Si no se entienden profundamente todos los componentes y
factores, difícilmente se podrá actuar. De hecho, a un asunto multicausal no se le
puede aplicar una solución que provenga de modo unilateral. Sería injusto pensar que si hay múltiples
variables en un hecho, modificar una única cosa propiciaría un cambio estable.
Ojalá fuera una cuestión de fuerza de voluntad
exclusivamente. Pero también son hábitos, es educación, son emociones
relacionadas con la comida y aprendidas en el seno familiar, es el modo en que
digerimos el mundo, la manera en que aprendemos a no rompernos y resistir, a
encontrar un gramo de placer, es publicidad, es rebeldía, es autodeterminación,
es búsqueda de la identidad, es un cuerpo que queremos olvidar o castigar o premiar…
Y una fuerza de voluntad que se manifiesta incapaz, la punta de un iceberg al
que pocas personas le conocen el fondo.
Nadie quiere sufrir, si se sufre es que se desconoce el modo
para dejar de hacerlo. Y meter el dedo en la llaga no cura la herida, hace que
duela más. Quizá sí buscáramos las
causas en vez de pensar que ya tenemos las respuestas…
AVISO. Me es imprescindible hacer aquí una aclaración. Mi
punto de partida intelectual, profesional y vital es la salud. Creo que el
enfoque hacia la obesidad es erróneo, parcial y cruel además de poco eficaz. A
las cifras me remito, según la OMS hay unos 250 millones de personas obesas y
se calcula que el número ascienda a 300 para el 2025. Una cifra que se ha ido
incrementando con el paso de los años.
No se trata de no hacer nada, ni de eximir de responsabilidad a la persona
acerca de su estado, sino de hacer las cosas de otro modo y buscar una solución
que pase por encontrar y remediar todas las dimensiones causales que
intervienen.