Hoy me pregunto si es posible que lo que nunca se ha vivido, lo que de hecho es una mera ensoñación tenga algún tipo de entidad en tanto que es o ha sido fuente de sentimientos, depósito de anhelos, esperanzas, objetivos. Si aquello que se amaba sin que existiera, al tener la capacidad de provocar un cierto estado emocional, puede decirse de algún modo que sea.
Me pregunto en fin, por el estatuto ontológico de los paisajes soñados, esos que solo existen intactos en algún lugar de la mente que se niega a abandonarlos. ¿Son? ¿Existen de alguna forma? Paisajes soñados, vividos en la intimidad de una pequeña habitación y recorridos en toda su extensión sin necesidad de piernas ni botas. Si la realidad material es tan pequeña que casi no deja espacio para el oxígeno y estos paisajes permiten respirar ¿existen? Si cargan las acciones de intención, si motivan, si tuercen o enderezan el rumbo entero de una vida, ¿son?
Al final la realidad no era así, el universo privado nunca puede ser compartido en el exterior. Los leguajes que se han aprendido a hablar a solas permanecen en silencio. Esos paisajes son el universo simbólico que dota de sentido la vida y conforma la identidad. Pero no tienen un correlato fuera. Son la madeja que anuda las experiencias y conforma un tapiz interior imposible de mostrar.
La soledad no es estar solo, es no poder llegar a mostrar lo bonitos que son esos paisajes: verdes, ocres imposibles trascendiendo las tres dimensiones. Son tan hermosos que nos llenan la mirada incluso cuando miramos hacia fuera. Son la belleza que ha germinado en ese pequeño rincón donde late el deseo.
Hoy pienso en la proeza que es lanzarse a buscar el paisaje soñado aún sabiendo que se está despierta. La realidad nos trae de vuelta al redil y tercamente nos obstinamos en mirar un poco más lo que en algún momento nos ha colmado la mirada, lo que de algún modo nos ha vinculado a la vida.