Sabía positivamente que la cultura era
lo que distinguía claramente a las personas: a las cultas de las incultas, a las pobres de las acomodadas, a las trabajadoras de las holgazanas.
Era sobradamente conocido que dicho enriquecimiento cultural llevaba
implícito (“incluido en otra cosa sin que ésta lo exprese”) la
tendencia hacia el bien moral, el orden en la vida y el éxito en el
ámbito profesional. La gente trabajadora siempre se preocupó de la cultura y de conservar las tradiciones, además de levantar el país y evitar desmanes libertinos. Gente de bien, de orden.
Por otro lado, estaba segura de que el éxito en el ámbito
profesional manifestaba a modo de epifenómeno (“Fenómeno
accesorio que acompaña al fenómeno principal y que no tiene
influencia sobre él”), una elegancia en el vestir y en el
comportarse, que era el fundamento de la distinción social. Un breve repaso a alguna de sus Lecturas de cabecera lo corroboraba.
La cultura y la erudición
(“Instrucción en varias ciencias, artes y otras materias”) eran,
no se podía olvidar, esas dos piezas angulares en el desarrollo de
la sociedad, ya que sin cultura, la sociedad se vería reducida a la más
pura animalidad. Ejemplos sobrados habían llegado de fuera para
tener una muestra, más que representativa, de este hecho. Ni
siquiera iban a misa.
Tenía que haber mujeres como ella, que
contribuyeran a la mejora moral de su pequeña ciudad. Esa tarea
ilustrada comenzaba por cultivarse cada día en cualquier lugar: en
el trabajo, en la cafetería o en el casino antes de la reunión de
los jueves.
Estaba esperando a que entrara su
marido y se sentara en los bancos de detrás en la Iglesia y no lo
dudó, aún quedaba un rato. Con mucha calma y cierta alegría, abrió
por la página 26 sabiendo que en esas líneas horizontales y
verticales había mucho en juego.
El crucigrama nuevo era francamente
difícil.