Hay veces que me gusta creer que existen en nosotros
sensaciones primitivas que tienen su reflejo en expresiones simbólicas y
culturales.
Quizá la sensación de euforia que sentimos al inicio de la
primavera sea una energía ancestral, el alivio de haber superado el invierno. La
misma energía expansiva que hay en los primeros brotes y que parece estar
también en nosotros.
De hecho, no somos inmunes a la luz solar, nuestras células
no son tan diferentes a las del resto de los animales y seres vivos. Necesitamos
luz para vivir, para poder llevar a cabo ciertas funciones. Hay hormonas que
necesitan de la luz solar para ser secretadas, las relativas a nuestro reloj
biológico (melatonina). Y las estaciones del año en cierta manera aunque puedan
ser modificadas artificialmente (luz artificial, calefacción, aires acondicionados),
afectan a nuestro cuerpo y a nuestros ritmos.
Ya sé, ya sé, me diréis que hay un salto enorme de las
células, las necesidades metabólicas, la influencia solar y las hormonas, y lo
que yo estoy diciendo. Lo sé, por eso he dicho que me gusta creer, ya que
pruebas empíricas que relacionen una y otra cosa no he buscado.
En mi imaginario, esa alegría pre-primaveral es una alegría primigenia
de sobrevivir a la noche. Y no dejo de pensar que las emociones que garantizan
nuestra supervivencia de un modo u otro (lucha, huída, impulso sexual, hambre, placer,
etc.), residen en un lugar del encéfalo que poco o nada ha cambiado, el sistema
límbico, nuestro cerebro de reptil.
Peliqueiros de Laza. Entroido (Carnaval) en Ourense |
Decía al principio, que a veces pienso que
esas sensaciones primitivas tienen una expresión en manifestaciones culturales,
en este caso lo vi claramente con el carnaval, un momento de euforia y de
liberación.
Supongo que sobre esto ya corrieron libros de tinta… tendré
que mirar.
A veces cuando reflexiono sobre este blog, y el hecho de que
escriba sobre lo que me da la gana, pienso en esa diferencia entre la filosofía
como actitud espontánea en el ser humano de la que hablaba Aristóteles y la
filosofía académica y sistemática que verdaderamente goza del rigor suficiente
como para poder ser llamada filosofía.
Lo que consiguió la filosofía académica en mi vida fue matar
paulatinamente lo que había en mí de filósofa espontánea. Matar la curiosidad
en muchos casos, el amor por la sabiduría. Recuerdo en segundo de carrera
volver a emocionarme leyendo la Introducción de “La Crítica de la Razón Pura” o
las primeras frases de la “Metafísica” de Aristóteles. En ellos todo era
asombro, un asombro tan grande ante la
vida que necesitaron comunicarlo.
Un día sentí una profunda gratitud explicando a mis alumnos
a los presocráticos. Como siempre tuve que defenderlos de las burlas de los chavales
porque les hacía mucha gracia las teorías acerca de cómo el universo estaba
formado por agua o aire. Pensé en cómo, sin medios de ningún tipo más que su
propia razón y curiosidad, elaboraron modelos racionales acerca de la Physis,
la Naturaleza. ¿Qué asombro ante el mundo les movió?, el mismo que elaboró
mitos. La necesidad íntimamente humana de entender.
En
cierto modo, acercarme de un modo tan poco académico a las cuestiones vitales, como
lo he hecho hacia la primavera, revive esa sensación de curiosidad original que
me llevó a estudiar filosofía.
Soy consciente de que cualquier tema que fuera susceptible
de formar parte de una clase, tesina, tesis, charla o conferencia, tendría que
documentarse rigurosamente. Pero este medio en el que verdaderamente comparto
como el que se toma un café con un colega, una cosilla que se me pasó por la
cabeza el otro día corriendo, me devuelve la profunda alegría de saber que “Todo
ser humano tiene por naturaleza el deseo de saber”.