Cada mañana de este verano va acompañada
de una dolorosa rutina: me levanto y me asomo por la ventana para mirar como
Asún sale a dar de comer a los gatos; pero cada mañana de este verano me doy
contra la misma pared: Asún murió este año y con ella ha muerto una parte
esencial de mi vida en San Martín. Da igual cuántas veces mire por la ventana,
eso no va a cambiar.
El otro día apenas pude soportar
ir al cementerio sin que se me hiciera un nudo inmenso en la garganta. Estaba
allí pero ya se había marchado. Para siempre. La muerte como reflexión es
sencilla; la muerte, como desaparición de un afecto recíproco, duele. A veces
la racionalización es completamente inútil, hoy no necesito clases magistrales
del señor Feuerbach sobre La muerte y la
inmortalidad.
Asún ha muerto y es necesario que
asuma que jamás nos volveremos a tomar juntas un café. Hace diez años me pidió
encarecidamente que nunca me despidiera de ella para siempre. Me dijo que si
alguna vez me iba de San Martín, no le dijera adiós porque ya llevaba demasiadas despedidas en su
vida y, sabiendo que nunca me despediría, se hacía la ficción de que jamás
llegaría ese momento, el de la despedida.
Y sin embargo, ese momento ha
llegado. Ambas mantuvimos la palabra, jamás nos despedimos, pero nunca
volveremos a tomar café juntas. Nunca.
Para entender la importancia que tiene su muerte es preciso entender aquel primer invierno. La
distancia que me da trabajar en Aragón hace posible que ya pueda escribir de este mi pueblo blanco. Tengo que
retrotraerme a Madrid, a Vallekas, a la Biblioteca de Miguel Hernández, donde las grandes cosas (las buenas y las malas) de mi vida han tenido su
semillero.
Una llamada de teléfono al salir
de la biblioteca. Una sustitución de cinco meses en Fonsagrada. “¿La
aceptas?”.Venía el autobús, lo dejé pasar. “Sí, la acepto. Pero vivo en
Madrid, ¿podría incorporarme el lunes?”. “¡En Madrid!, claro mujer, tienes un
día más. Efectivamente, veo aquí una dirección de Madrid. Vale, te pongo para
el lunes”.
Volví a la Biblioteca para mirar
un mapa y saber dónde quedaba Fonsagrada (no, niños y niñas, no existía google
maps) Después llamé a una amiga que hice en Chantada y le pregunté por mi nuevo
destino. La conversación fue muy breve porque Isabel no podía hablar en ese
momento, lo que sí hizo fue reírse: “Te lo pasarás bien, esa zona es de
montaña. Recuerda llevar ropa de
abrigo, en Fonsagrada nieva”.
Con esa información hice la
maleta al llegar a casa y reservé una habitación en el Hotel Cantábrico. Fue todo tan rápido que apenas dio
tiempo a pensar. Ensillé el Peugeot y al día siguiente ya iba de camino.
El año anterior había trabajado
en Padrón, en Chantada y en Vimianzo, fue mi primer año en Galicia. Hice una
amiga en Padrón que era de un pueblo cercano a Fonsagrada, Baralla. A ella
también le dio la risa al enterarse de que me mandaban a Fonsagrada. Yo iba con
un mosqueo considerable, no sabía si me habían mandado a la montaña de Lugo o a
Alaska en pleno invierno.
Mi amiga de Baralla me dijo que
la gente de la montaña era bastante especial, en concreto la gente de
Fonsagrada. Me habló de la Movida de
Fonsagrada, algo que sucedió a principios de los años noventa.
Verdaderamente eso sí que es una historia que merece ser contada en otra
ocasión. Lo que pone en los periódicos es que fueron movilizaciones vecinales,
pero María José me habló de una auténtica Revolución rusa. Me dijo que estaba
de enhorabuena porque la carretera llevaba poco tiempo arreglada.
Con esos datos (literalmente
era todo cuanto sabía) llegué a Fonsagrada después de ir imaginando cómo sería
la antigua carretera de Fonsagrada y la gente bolchevique de mi nuevo destino.
Para los que no lo sepan, Fonsagrada está en la cima de una montaña, en la
mismísima cima; “a fin de cuentas”, pensé, “algo bolchevique hay que ser para
encaramar un pueblo en la cima de una montaña”.
El paisaje y las vistas iban
siendo cada vez más impresionantes y me tranquilizó pensar que, al margen de
cómo fuera el trabajo, en un sitio tan bonito no podría estar mal. No obstante,
gracias a la navegación mental fui abandonando la navegación material y al
entrar en Fonsagrada o bien no vi el cartel con el nombre del pueblo o bien lo
vi y no me pareció suficientemente grande como para ser Fonsagrada, estuve a
punto de pasarlo de largo.
Paré el coche en una parte donde
se ven los Ancares. Era una tarde despejada y soleada de octubre; me había
perdido un concierto de Van Morrison por ir allí y las vistas le hacían sombra
hasta a la voz de mi admirado Cowboy de Belfast. De nuevo pensé que sería
difícil amargarme esos cinco meses con semejantes vistas.
Sé que antes he dicho que el
pueblo me parecía pequeño, en efecto lo es, lo cual no impidió que me perdiera
buscando el Hostal. Llegué al bar Galicia y allí me indicaron. Creo que estaban
asombrados de que me hubiera perdido.
Llegué al hostal cansada,
perdida, confusa y asustada, muy asustada. ¿Cómo sería el instituto? ¿Cómo
sería la gente? ¿Cómo sería la chavalada? ¿Dónde puñetas iba a cenar? Al entrar
al Cantábrico una corriente de paz me atravesó las dudas. Filo, la mujer más
dulce del mundo, estaba haciendo encaje de bolillos y me acogió con una
sonrisa. Luego me enseñó la habitación y me dijo que había más profesores en el
hostal (Marta y Leandro), me tranquilizó y me trató tan bien, que de nuevo
pensé que mucho se tendrían que torcer las cosas para estar mal allí.
Hay un sentimiento que acompaña
siempre que se trabaja en una tierra que no es la propia y no se tiene familia allí: una especie de desamparo
radical, de destierro o exilio. Se está a la intemperie, con la alerta y los
mecanismos de adaptación trabajando constantemente. Las primeras noches se
pasan pensando qué pinta una tan lejos de casa y qué hace una chica como tú en un sitio como este. Esa sensación, al
menos en mi caso, no ha solido ser nunca muy duradera, quizá no la he dejado
germinar por pura supervivencia. No obstante, esa noche algo
lloré. El desamparo es frío.
Llegó el lunes, la hora de la
verdad. Madrugué y de camino al instituto vi uno de los espectáculos que más me
han sobrecogido siempre en Fonsagrada: al fondo los Ancares y extendiéndose a
mi derecha una especie de lago de niebla bañado con una luz increíble. Fue
entonces cuando conocí al que sería mi pueblo; buceaba bajo ese mar.
No entraré en detalles sobre el
instituto (merece episodio aparte), del cual guardo el mejor de mis recuerdos.
Solo decir que gracias a Raquel, una compañera de Marín, me enteré de que
alquilaban una casa en San Martín y, por lo que me contó, era justo lo que
había soñado: una casa en un pueblo. Después de ver la casa y el pueblo lo
tenía tan claro que no hubo presión posible que evitara que viviera allí, y los
aseguro que hubo unas cuantas. Bien mirado era joven, mujer y madrileña, un
buen cóctel para que no les pareciera la persona más idónea para vivir sola
allí.
Me fui a vivir a San Martín
después de pasar el puente de Noviembre en Madrid. Llegué de noche a Fonsagrada
y como la prudencia es una gran virtud (ya lo decía Aristóteles, la mejor de
todas) me quedé a dormir en el Cantábrico porque me asustaba la carretera. Filo
me ofreció la habitación más grande del hotel para que pasara allí los cinco
meses. No os lo he contado, pero había sido la habitación de Ornella Muti, que
estuvo allí rodando una película (“Tierra de Fuego”). Era tentador, la
habitación era verdaderamente espectacular, pero la decisión estaba tomada de
manera irrevocable.
Cuando llegué a San Martín llovía
suavemente, era por la tarde y casi añochecía. No sabría decir qué tenía en mayor cantidad, si
miedo o alegría o una mezcla explosiva de ambas. El caso es que el que primer habitante que vino a recibirme fue Miro, o can do Seco,
una especie de pastor belga perezoso. Estaba tan
asustada (ahora el sentimiento era claro) que creo recordar que le dije que me
alegraba mucho la visita, pero tenía demasiado miedo. El perro me miró con
incredulidad y se fue. Así que, por
motivos evidentes le bauticé Sirius
Black.
Me encantaría decir que no tenía
miedo, pero el caso es que sí. La casa donde iba a dormir estaba en una aldea
de unos 30 habitantes, sin bar, sin tienda y la ¿calle? donde estaba no tenía
luz. Dentro de la cocina la dueña de la casa me había dejado una cesta con
leña, pastillas para encender el fuego y unas patatas. Honestamente, con las
patatas tenía claro lo que iba a hacer, pero lo de encender el fuego no era
tarea fácil. Lo logré encender después de
gastar casi toda la caja de cerillas y pastillas.
Antes de seguir el relato, es
importante hacer un pequeño paréntesis para hablar de la primera lección de
protocolo que recibí. El sábado del primer fin de semana en Fonsagrada tuve que ir a dormir a Chantada porque el
Cantábrico tenía todas las habitaciones ocupadas. Isabel, mi amiga de Chantada
me aportó información valiosa para vivir en una aldea. Me dijo que era
fundamental que saludara a todo el mundo y tuviera alguna palabra con los
vecinos, por ejemplo, hablar del tiempo, de cuándo iba el pan o el pescado.
También me dijo que probablemente alguna vecina fuera a visitarme para
conocerme; en tal caso, sería interesante dejarle pasar hasta la cocina e invitarle
a un café. Añadió que si veía a alguien del pueblo por la carretera lo normal
era ofrecerle ir en coche, en caso de que yo fuera conduciendo (eso me trajo
una anécdota graciosa con El Paisa
alguna semana más tarde). Acepté los consejos de buen grado.
A eso de las nueve de la noche alguien
llamó a mi puerta, era Asún. Una pequeñísima mujer de unos ochenta años, rubia
y con mandil de cuadros. Un tiempo más tarde entendí que era algo excepcional,
ella salía muy poco de casa y nunca a esas horas. Se presentó, me dijo su
nombre y me regaló una docena de huevos y un bizcocho casero. Así que puse en
marcha el protocolo de Isabel. La dejé pasar hasta la cocina, le ofrecí un
café y le pregunté qué día iba el pan. Me dijo que había venido a quitarme el miedo y a darme la bienvenida y
(esto lo digo yo) a darme las normas básicas de convivencia. Me explicó que San
Martín era un pueblo tranquilo donde todos los vecinos eran una gran familia,
con sus problemas pero unidos. El respeto y la ayuda mutua eran muy
importantes. Me dijo esa noche y me demostró a lo largo de los años, que nadie
se metía en la vida de nadie, pero había que entender que mantener la buena
convivencia era fundamental.
No estuvo mucho rato, lo
suficiente para dejarme claro el mensaje, que no tuviera miedo, que se alegraba
enormemente de tener a alguien joven viviendo a su lado, que no rompiera la
convivencia y que podía contar con ella. Me invitó a ir algún día a su casa a tomar
café.
La decisión y la fuerza de esa diminuta
mujer me dejaron casi sin palabras y lo más importante, me quitaron el miedo. Entendí
que vivir en un pueblo quizá no era solo vivir en un pueblo, así como que el
respeto a la vida privada no era el equivalente al anonimato urbano. Había
pasado a formar parte de una familia de la que me tendría que ganar la
confianza y el cariño.
La echo tanto de menos… Hasta
ahora solo había llorado unas lágrimas cuando me enteré de su muerte, pero voy
a romper el silencio escribiendo esto en un autocar, casualidades quieren que
en la música del Alsa Supra tengan un disco de Van Morrison. El Moondance fue mi banda sonora esos cinco
meses. Mientras escribo esto vuelve a sonar.
Mi vecina estaba en las antípodas respecto a mi pensamiento político, en cualquier otro
contexto eso hubiera supuesto un problema. Pero yo conocí a la vecina, a la que
me enseñó a hacer empanada y a hilar, a hacer jerseys con manga japonesa, a
hacer bizcocho sin levadura. Una mujer inteligente y culta que vino esa noche y
logró quitarme el miedo con palabras y bizcocho de yogur.
La leña crepitaba en medio de un
silencio casi absoluto. No pegué ojo en toda la noche. Ahí comenzaba el primer
invierno. Nada volvería a ser igual, pero poco o nada sabía yo aquella noche de
hasta qué punto todo iba a cambiar.
Ahora miro a la acuarela que nos dejó como regalo este invierno Carmen, nuestra amiga farera. Lo dibujó en enero. En ella se ve la casa de Asún y el humo de la chimenea. Me gusta pensar que en esa acuarela aún está ella sentada en la cocina cerca del tiro probablemente tomando café.