Las encrucijadas como los momentos de tránsito nos acercan a ese punto
en el que hay que mirar tanto dentro como fuera en busca de una luz que guíe.
Esos momentos de tránsito atan a una libertad deseada y temida a partes
iguales, a veces libertad accidental.
En medio de un páramo, sin nada que pueda ocultar la silueta que
recorta el horizonte, sin el abrigo de la mentira ni el calor de las ficciones,
así yermos y expuestos a los vientos y al frío gestado durante años, así se
muestran los espacios de tránsito.
El camino lo borraron hace tiempo el viento y la lluvia y la mano
descuidada que no quiso dejar migas de pan para que pudiera volar con las demás cometas.
Ese punto exacto sin carteles, sin pisadas, sin rastros pero con un
enorme peso de “por si acasos” a la espalda. No caminamos nunca solos, no,
caminamos cada uno con nuestros fantasmas, con todo el bagaje que nos han
dejado acumular y con su ausencia presente. Nunca viajamos solos, siempre está
el ruido sin contestar de las pisadas y las manos que aprendieron los trazados de
una piel que ya no está. La piel que queda recuerda con estelas de frío allí donde una vez algunos dedos dejaron calor. La piel recuerda las ausencias
y el pecho anida los vacíos. Y así, demasiado ligera y demasiado cargada hay
que echar a andar, con miedo de salir volando sin dirección y con miedo de nunca poder
avanzar.
Pesa tanto el vacío y el páramo es tan frío, que la encrucijada se
demora más de la cuenta ante los ojos, más de lo que nadie debería estar
expuesto. Confiar en el calor del propio cuerpo y mirar de nuevo al insondable
azul aéreo en busca de alguna pista.
En mitad del páramo se acercan las grullas desconfiadas. Un pequeño
momento de éxtasis antes de volver a otear el horizonte. Sería bueno recordar
de nuevo cómo era eso de volar, si es que alguna vez se supo.