El otro día leyendo un libro, me llamaba la atención la
enumeración que hacía de características ligadas al estereotipo del género
masculino. Entre ellas estaban la actividad física, la salud, la fortaleza o el
deporte.
Realmente no es nada nuevo, el deporte, el contacto con el
cuerpo, su uso y disfrute, ha estado ligado a la esfera masculina. La fuerza,
la salud y el vigor siempre se han escrito en masculino.
Nosotras en cambio, parece que nos hemos relacionado con
nuestro cuerpo desde el dolor. El dolor de la menstruación, el dolor de parir,
el dolor del sexo por primera vez, el dolor de ver que el cuerpo nunca se
ajusta a los cánones sociales sean cuales sean. Dolor, odio y resentimiento
hacia el vehículo que nos planta en la vida y nos otorga la gracia infinita de
disfrutarla.
Me resulta curioso un estar-no-vital-en-el-mundo, parece un
contrasentido vivir rechazando la propia vida, huyendo de ella. Pienso en
Nietzsche.
Es por medio del cuerpo que nos llegan las sensaciones, por
el cuerpo y a través de él, conocemos el mundo. Así, de pequeños nos lo comemos,
de mayores lo vivimos y de viejitos, gracias a él filosofamos.
Materia y forma unidas al modo aristotélico han un sido privilegio
exclusivo de varones. Y las mujeres reducidas al mundo de las ideas sui generis
al que nos recluyó Platón y la Iglesia Católica, quizá nos hayamos visto
forzadas a cultivar el alma y los sentimientos que se suponía, eran propios de nuestro sexo.
Desgajando así, una parte de lo que somos y mutilando un ser que ha vagado
amputado durante siglos.
Los Pitagóricos, Platón, el Cristianismo, el Racionalismo
mecanicista y una larga lista de pensadores que extirparon al cuerpo de sus
sistemas. En otro plano, la publicidad, los medios, el mercado que viven de
enemistarnos con él. Soma sema, cuerpo cárcel. El enemigo a derrocar, “combate
la celulitis”, “elimina las patas de gallo”, “acaba por siempre con el acné”,
“fuera ese michelín”. No parece nuestra propia vida, sino una secuencia de
Rambo… “Dios mío, esto es un infierno”.
Me asombro ante la fuerza de esas mujeres sin nombre en la
historia que practicaron deporte en un mundo de hombres. De esa mujer que
decidió correr un maratón cuando era algo sólo para hombres, Kathrine Switzer. La de esas mujeres, cargadas de prejuicios
que se deciden a mover un cuerpo que hasta el momento sólo les ha traído
disgustos. Que un día tonto se miran al espejo y les gusta su tripa redondeada
y el color de sus pezones que amamantan. ¿Qué fuerza poderosa hizo que
corrieran más rápido que sus prejuicios y levaran el ancla?
Romper la maldición y la cuerda que nos ata al pasado y al
presente más rancio y lanzarse al mundo a reencontrarse con lo que andaba
disperso e ignoto, es la sorpresa encontrar que, nuestra media naranja es el
propio cuerpo abandonado por el camino.
Sorpresa cuando la sensación es de afecto y de gratitud al
descubrir un consejero y fuente inagotable de placer y de alertas veraces. Un
amigo paciente ante los caprichos de una mente muchas veces confundida,
sobreviviendo a los castigos que le inflige. Un luchador que tira hacia delante
cuando parece que no quedan fuerzas. Una fuente inagotable de superación, de
placer.
Sorpresa, soy un cuerpo que piensa, que corre y que ama.
Salir del odio al que nos obliga la historia y el mercado y
mirarnos frente al espejo. Querer al cuerpo que somos. Vivir el cuerpo que
somos. Decir si. Celebrarnos.
Ser cuerpo es hacer la revolución y empezarla en casa.
Señoras, hagamos
nuestra la proclama de Walt Whitman y cantemos al “cuerpo eléctrico”.