La misma música que encerraba en
el silencio ahora libera de él. La misma luz, la misma pantalla, ahora pertenecen
a otro espacio y otro tiempo. Las vidas se destruyen y construyen con un cierto
ritmo marítimo con la imprevisible forma en la que rompen las olas en un
acantilado, siempre idénticas por el hecho, siempre diferentes en cuanto a la
forma.
Ahora, ¿En qué lado nos
posicionamos? El ser es la regularidad, lo idéntico o el ser es la diferencia,
la inmanencia irrepetible de un tiempo que en realidad no existe más que como
forma de no perder la identidad en un universo demasiado vasto. Ser frente a
estar siendo, ser frente a existir, existir frente a vivir.
La frecuencia con la que
olvidamos que todo son castillos de arena es un indicativo del miedo cerval que
genera lo consustancial al vivir, el dejar de hacerlo, el volver a construir lo
que se destruye y lo que jamás volverá a ser lo mismo. Los niños no tienen
miedo, parece que olvidan rápido el dolor, parece que supieran que nada
permanece más allá de una tarde y que la clave está precisamente en levantar un
universo, aún a sabiendas de la fugacidad del resultado. Ellos viven el
instante con la eternidad de las estrellas. Ellos ignoran lo que nosotros
inventamos y no somos capaces de olvidar.
La misma música que velaba las
horas y la voz interior ahora desvela las palabras y los instantes prisioneros.
Con calma las sensaciones se van quitando el arrullo, ese con el que intentaron
quitarse el frío, el que guardó los vacíos y las ausencias, el que las
estranguló de pura necesidad. Encerraba un sol de principios de verano que se
escondía de las nieves tempranas.
La arena se extiende a los pies,
es Junio y una preciosa luz vuelve a iluminar la eterna y prometeica tarea de
vivir.