No me acostumbro a conducir dejando atrás el sol de poniente, entrar como de golpe en la noche más oscura.
No soporto no ver morir el día mientras sumo kilómetros en la carretera.
Voy buceando en la tristeza azul del atardecer en el Este e intento no mirar atrás, conformarme con la visión del sol crepuscular prendiendo el color intenso de esta nueva tierra.
Es casi apocalíptico: montañas rojas, más rojas aún por el reflejo del ocaso; montañas recortadas frente la tormenta y a la noche que va abriendo la boca.
Como Edith, la mujer de Lot, no logró contener la vista y no mirar atrás. La noche me pesa tanto, que temo que quizá sea tarde y algo dentro se haya convertido ya en estatua de sal para siempre.