Me decía un señor el otro día, sin darse cuenta del daño que
podía hacer y desde el cariño: “me dais mucha pena hija, vais a ser una
generación perdida”.
Efectivamente, no lo vamos a ser, lo somos. Somos una
generación que se encuentra perdida, sin horizonte, sin saber lo que es un
trabajo estable, sin saber lo que repartir clandestinamente propaganda del PCE,
sin saber lo que es la postguerra, sin haber conocido un ordenador hasta los 15
y un móvil hasta los 20. No hemos rotos tabúes sexuales porque ya lo habían
hecho antes, no hemos vivido la dictadura, no peligramos con la heroína, no
vivimos la movida, y el botellón lo conocimos con bastante más edad de la que
se conoce ahora. Nacimos en democracia, vimos la “Bola de Cristal”, “Barrio Sésamo”
y el “Planeta imaginario”.
Nunca tuvimos porqué pelear, porque nacimos en un país libre,
y cuando crecimos, a ninguno de nosotros le extrañaba ir a la universidad. De
hecho esas frases de “ahora los hijos de los obreros también van a la
universidad”, nos podían llenar de orgullo, pero no acertábamos a calcular la
profundidad de su significado.
Si señores, no tuvimos que pelear, ni ocultar la chapa del del
Ché Guevara. Podíamos hablar de política, podíamos ir a la universidad,
podíamos aspirar a tener dinero, (era a lo que había que aspirar). No tuvimos
que pelear porque a lo que se nos enseñó fue a estudiar, estudiar y estudiar. “Tú
estudia para ser alguien en la vida”. “¡Glups!”, “pues si es una cuestión de
ser algo o no ser nada, prefiero ser algo”, piensas, y dices “¡hala!, a
estudiar”. Estudias la EGB, estudias, BUP, porque hay que ser alguien, estudias
la carrera, porque hay que ser alguien. Una licenciatura. Movida por la
inercia, por los sueños, por las pajas mentales o por el ansia de pelas. Tu
estudias porque es lo que hay que hacer. Y además sales de marcha. Pero
señores, podíamos salir, sin problemas, sin censuras, nos podíamos dar el
filete por la calle con quien nos diera la gana. Podíamos beber (las mujeres
digo), y podíamos decir lo que nos diera la gana.
Toda la sociedad fue caminando hacia la opulencia, hacia el
tener frente a la austeridad. Al progreso entendido como montañas de cosas,
tecnología como bien en si mismo, destrucción de todo vestigio pasado de
tradición, leyenda o explicación que sonara a rancio. Los colores de los
ochenta eran los imposibles fluorescentes, en los noventa el vinilo, líneas
depuradas. Larga vida al plástico.
Fuimos avanzando todos, progres, carcas, fachas e izquierdosos
hacia una sociedad glotona, ignorante, devoradora, mitómana de la tecnología,
sacralizamos (todos) a nuestra bendita democracia, a nuestra bendita
constitución y al bendito estado del bienestar. Y ahora, díganme señores ¿Por
qué coño tendríamos nosotros, las almas cándidas de 18 años, que pelear?
¿Contra qué? ¿Contra las becas con las que estudiamos? ¿Contra la sanidad de la
que disfrutábamos? ¿Contra las bibliotecas públicas donde podíamos sacar y leer
“El manifiesto comunista”?. Mi primer alcalde, señores, fue Tierno Galván.
“La gente de tu generación no pelea”. No, y les voy a contar
qué nos pasa por la cabeza cuando acertamos a pensar un poco.
Estudiamos para ser alguien, mamamos la opulencia y el
estado del bienestar (cuando ya fracasaba en el resto de Europa) en el que nos
educaron. Acabamos hasta las narices de discursos que por lógica no entendíamos
(emocionalmente era imposible entenderlo), de tipo “Cuando íbamos a las
manifestaciones del 1º de Mayo” o “cuando corría delante de los grises”. ¿Y a mi qué más me da? Acabas de comprarte un
coche super caro, quieres un piso en la playa como todo el mundo, y quieres que
yo estudie para que gane mucha pasta y sea alguien( de lo cual se deduce que el
que no la tiene no es nadie). Bien señores, prediquen con el ejemplo, ¿De qué
pelea hablamos? ¿Qué coherencia hay en sus vidas? ¿Ir a una manifestación legal
cubre el expediente de llevar una vida de excesos?. Y Ahora, díganme. Si
quitamos ciertos ritos progres, como los antes mencionados, ¿Qué nos queda?.
Efectivamente, un capitalismo fagotizador, que, como un potente opiáceo hemos
inhalado desde el momento de nacer, en 1979.
En primer lugar, como decía Luckács, hace falta una
conciencia de clase. Es imprescindible tomar conciencia. Pero no, sepamos algo,
conciencia y seguir en este sistema son cosas contradictorias.
En segundo lugar, estamos mal. La gente de mi generación
está mal. Nos sentimos estafados. Lo hicimos todo bien, sacamos buenas notas y
no somos nadie. Un puto parado en tierra de nadie que ve como se le echa el
tiempo encima. Una mujer a la que le enseñaron que ser ama de casa estaba pasado
de moda y ahora se ve recluída en el hogar. Nadie nos preparó para ello, a
diferencia de nuestras abuelas o madres, nosotras teníamos reservado un futuro
diferente.
No somos la generación más joven, no somos la de mediana
edad (40, ¿no?). No fuimos niños digitales ni niños de posguerra. No hemos
conocido (la mayoría de nosotros) lo que es tener la tranquilad de echar
raíces, el futuro asegurado. Y me diran que ahora no lo tiene nadie. Ya, ya,
pero nosotros o al menos muchos, no hemos saboreado nunca esa sensación. Y lo peor
es que no tenemos esperanza de poder hacerlo, ni de cobrar pensiones, etc.
Así qué, como un gato panza arriba, pateamos, bufamos, sacamos
la uñas, e intentamos sobrevivir al desencanto, a la desesperanza, a la
tremendísima hostia que nos hemos dado. Y nos buscamos la vida.
Puerta cerrada, y ahora, ¿Qué?. Buscamos una salida,
buscamos la esperanza, la dejamos olvidada en algún rincón. Buscamos nuestro
sitio.
No mira, no, no me reinvento, sobrevivo. Nunca me inventé,
para mi estaba todo dicho, carrera, matrimonio, hijos, casa en la playa y
monovolumen, y ahora resulta que no era
así. Camino cerrado, busco un atajo. Pero no hago borrón y cuenta nueva, como dice
mi amigo Jose, “siempre cargas con tu pasado”. No me reinvento, me busco las
habichuelas.
Y benditos sean los cielos, porque no todo el mundo puede
pararse y saber si caminaba en la dirección correcta.
Eso si, al próximo que me diga que me dedique a la
agricultura ecológica le parto la cara.